Uno de los grandes problemas que se derivan de democratizar cualquier estamento u organismo es la de pensar que todo el mundo puede opinar de todo. Bajo este prisma de participación, no hace falta saber: basta con tener boca para adquirir el derecho a decir lo que a uno le venga en gana.

A lo largo de mi ya extensa carrera profesional me he encontrado con infinidad de padres que en un momento determinado cuestionaron una nota negativa de sus hijos porque no estaban de acuerdo. Así de sencillo; porque no estaban de acuerdo. Vaya, que les parecía mal. También me he encontrado con padres de alumnos de sexto de Educación Primaria que creían que como tutor debía vigilar que los alumnos apuntasen uno por uno sus tareas en la agenda. Y también que debía vigilar que cada uno de ellos metiesen todo su material en la mochila para regresar a casa. Me he encontrado con padres que creían que ponía muchos deberes. Y con padres que creían que ponía pocos. Me he encontrado con padres cuyas faltas de ortografía harían revolverse en su tumba al pobre Cervantes. Y con padres que piensan que sus hijos son perfectos, y que el imperfecto es el sistema. Me he encontrado con padres que eran un lastre para sus hijos. Me he encontrado con padres que aceptan la mentira de su hijo antes que la verdad de un maestro. Me he encontrado con padres que han agredido a compañeros míos. Me he encontrado con padres en colegios de difícil desempeño que me amenazaban de muerte a la entrada del colegio y, para no perder la costumbre, también a la salida. Me he encontrado con padres que piensan que los profesores tenemos demasiadas vacaciones. Me he encontrado con padres que no les compran material a sus hijos pero que fuman pitillos de los caros.

Esta semana pasada, los diferentes diarios e informativos de la Región de Murcia recogían la noticia de que la opinión repito, opinión de los padres contaría para la evaluación de los docentes. Según la directora general de Calidad Educativa, Begoña Iniesta, para diseñar la evaluación de los docentes «una de las cuestiones a tener en cuenta podría ser el nivel de satisfacción que tienen las familias, preguntarles qué piensan sobre los profesores de sus hijos o del funcionamiento general del centro y sus programas». Por esta regla de tres, supongo que en un futuro cercano los docentes podremos evaluar a los inspectores de educación, y también a los directores generales e incluso al propio consejero. También deberíamos evaluar a los padres, y que esta evaluación tuviese sus consecuencias. En un paso más, todos deberíamos poder evaluar a los cirujanos aunque no sepamos nada de Medicina, y a los pilotos de avión, y a los arquitectos, y a los ingenieros de telecomunicaciones, o de puertos y caminos.

No soy de los que defienden a ultranza a los docentes, ni de los que cree que los profesores no debamos ser evaluados todo lo contrario, pero, sinceramente, con veinte años de profesión, centenares de publicaciones y más de 3.000 horas de formación, parece quizá un poco pretencioso que un padre pueda criticar subjetivamente lo que unos profesores de carrera, un tribunal de oposición, directores de cursos o editoriales me han avalado.