Así llamamos a don Javier Azagra cuando de él hicimos, Tico Medina y yo, su retrato para Antena 3, para A toda página. Aquella mañana de invierno, de niebla baja, como todos los días, monseñor salía a correr o a andar deprisa, que para el caso es lo mismo: para hacer su ejercicio diario por la ciudad. Bordeaba aquel día le acompañamos paso a paso el río, cruzaba por el Puente Viejo, refugiándose en la Virgen de los Peligros, y se adentraba en el Malecón como uno más de los que practican el deporte más elemental. Vestido con su chándal y sus zapatillas de deporte sin marca.

Para los que no somos Iglesia, y lo digo con conciencia de excomulgado voluntario y por impositivo de la católica, ante nuestra incomprendida existencia y conducta, don Javier era un hombre admirado. Un navarro sencillo al que le gustaba el fútbol a rabiar; era de Osasuna no sé si llegó a jugar en su juventud con alguno de sus filiales y le gustaban las motos. Nos lo confesó con entusiasmo de obispo que no miente. «Me encanta la velocidad», mientras recorría el solado de ese paseo hacia el exterior de la Murcia bellísima y distante.

No entiendo nada de jerarquías eclesiásticas; obispo me parece mucho; sobre todo desde que en mi infancia murió uno de ellos en la ciudad de Murcia y le sacaron en procesión por la ciudad con el ataúd descubierto, para pasmo de los chiquillos que vivíamos en un primer piso y casi podíamos tocar la púrpura del purpurado asomándonos a los balcones de Platería; blanco como el nácar que es prerrogativa de la muerte, el rostro del aspirante a santo.

Don Javier era otra cosa y sobre todo era un hombre bueno, de esos que la Iglesia de vez en cuando, en su confusión, se equivoca y nos regala en un fruto de hombre piadoso, generoso, humilde y, sobre todo, sensato. Recuerdo aquella mañana de footing por la ciudad con gusto. Me hice una foto con él en ese lugar mítico del paseo con el Huerto de los Cipreses (la puerta) a la izquierda y la torre de la catedral al fondo; como en un cuadro impresionista de Almela, si no hubiese sido al amanecer del día y el cuerpo se nos empapaba del rocío inevitable.

El obispo Azagra después de su jubilación si es que los pastores de almas se jubilan se quedó en Murcia, renunció a su tierra natal y acondicionó su vivir a la idiosincrasia murciana, nada fácil de entender a la primera; pero él llevaba decenios en la diócesis. Ha sido enterrado en nuestra Catedral, lugar de privilegio que él hace noble sepultura. Siempre le recordaré en la mañana deportiva y cuando me ayudó a recuperar los cuadros de Pedro Flores Costumbres Murcianas que había vendido su deán, don Juan de Dios Balibrea. Ya digo, era una rareza, una excepción, en su santo oficio y empresa.