El 20 de noviembre de 2011, la derecha satisfizo todas sus expectativas políticas, no sólo por conseguir una victoria arrolladora en las elecciones generales, sino por contemplar además el hundimiento de su principal rival, el PSOE, que recibió una ración extraordinaria de escarmiento popular.

Después de casi ocho años practicando una oposición implacable y no pocas veces insidiosa, el PP alcanzó el poder subido en la cresta de una ola de mentiras impulsada por un temporal de decepción y alarma social, causadas por una crisis económica e institucional sin precedentes.

Libre de prejuicios y protegido por un poder inusitado en medio de un estado de confusión social, el nuevo Gobierno del PP lo tuvo fácil para imponer su particular política ultraliberal, dictada por las oligarquías empresarial y financiera, y basada en una fórmula tan simple como dolorosa: la reducción sustancial y a discreción del gasto público y una protección del gran capital rebajando la regulación de sus actividades, con el objetivo „ilusorio„ de fomentar la inversión privada y reactivar la concesión de créditos bancarios. Un plan llevado a cabo mediante un rosario de decretos que eran ratificados por su mayoría parlamentaria obediente, y apenas contrarrestados por una oposición descompuesta e inoperante.

Sin rastro de indignados y con los sindicatos desactivados por méritos propios, ni siquiera las protestas sectoriales de profesores, sanitarios y obreros de diferentes oficios han podido detener el frenesí reformista de un Gobierno atrincherado en su magnífico baluarte de poder estatal y territorial. Armados de un cinismo sin par y con todas las instituciones y organismos públicos bajo control, los representantes de la derecha han tejido una tupida red de servidumbres que ha contribuido a crear una imagen de la realidad totalmente distorsionada.

Es cierto que la crítica situación económica del país exigía „y exige„ medidas que permitan un mejor equilibrio entre gastos e ingresos, a fin de atender con eficiencia las obligaciones de la cosa pública para con los ciudadanos y, a la vez, cumplir con las responsabilidades adquiridas con los acreedores. Pero no lo es menos que el PP ha aprovechado esta difícil coyuntura para imponer un modelo de convivencia que favorece la desigualdad social, protegiendo a las clases pudientes a costa de empobrecer al resto, a la vez que lleva a cabo un programa político de naturaleza doctrinaria encaminado a contentar a sus grupos de presión afines.

Sin más alternativa que la vana protesta de quien abomina de esas políticas, la ciudadanía se ha visto obligada, aun a regañadientes, a aceptar estas nuevas reglas. Acuciada por las dificultades económicas y la inestabilidad laboral, que reducen al mínimo las expectativas de futuro, buena parte de esa sociedad se ve sometida a una nueva cultura de la inmediatez, según la cual cualquier logro se asume como algo precioso que es necesario conservar y proteger a toda costa.

Así, cuando desde el primer momento la derecha ha utilizado el espantajo del paro para justificar su modelo social selectivo, un trabajo, por miserable que sea, se convierte en una enorme satisfacción para cualquiera que lleve demasiado tiempo desempleado o ganándose la vida en la economía sumergida, y deba alimentar a una familia, pagar por un techo y por los servicios más básicos.

La desesperación se convierte así en un activo muy valioso para los empresarios, a quienes las nuevas normas laborales concedidas por el PP les permiten obtener mano de obra entusiasta y barata ofreciendo empleos indignos, domesticarla con la amenaza de la temporalidad y, sobre todo, agilizar el mercado de trabajo a fin de que la ilusión del empleo embruje al mayor número posible de menesterosos.

Pero también lo es para el PP, pues mediante ese nuevo modelo de explotación laboral consigue proporcionar a la población algo que perder. Ese es el recurso más eficaz para evitar su indisciplina y restar apoyo a las corrientes contestatarias, pues ya se sabe que nadie muerde la mano de quien le da de comer.

No obstante, la derecha sabe que no sólo llenando estómagos es posible domesticar a la población, porque tarde o temprano eso no será suficiente. Por eso ha de reforzar la estrategia de la pérdida con otras iniciativas que disuadan a los más rebeldes, y sirvan de advertencia a los sumisos. De ahí que haya dictado leyes como la de Seguridad Ciudadana y la que impuso unas tasas judiciales casi imposibles de asumir para la mayoría de los ciudadanos, cuyos objetivos son reprimir las protestas a base de duras sanciones, y proteger a las instituciones y a las grandes empresas de incómodos litigios.

A todo ello se suma una intensa campaña propagandística con la que el PP quiere demostrar una supuesta recuperación económica, obviando una realidad que se obstina en lo contrario, pero que a fuerza de repetirlo inocula a la población más ingenua una expectativa que, aunque dudosa, es difícilmente soslayable. Sobre todo si tales anuncios vienen acompañados de medidas económicas y fiscales que a en apariencia alivian la presión que sufren los ciudadanos, aunque no puedan ocultar su cariz electoralista.

Las consecuencias de ese secuestro de la voluntad han sido la desmovilización de la parte de la sociedad más sojuzgada por los rigores de la crisis y, por lo tanto, más sometida a la amenaza de la pérdida, y a la vez el arraigo de la desconfianza hacia la política tradicional, lo que ha dado lugar al auge de una serie de proyectos políticos idealizados que administran las emociones de una masa que se siente huérfana, y rentabilizan la furia que ello provoca.

Este contexto beneficia a las aspiraciones políticas del PP, al menos a escala estatal, tal y como prueban todas las encuestas de intención de voto. Es en las autonomías y municipios donde esa hegemonía corre más peligro, al concurrir en dichos territorios circunstancias que favorecen las alianzas políticas cuando ningún partido obtiene la mayoría absoluta. Esta es la pieza que le falta a la derecha para completar el sofisticado ingenio que le permita perpetuar su modelo autoritario. Y a buen seguro de que no dudará en pervertir la democracia si fuese necesario para lograr su objetivo.