Habría que echarle mucha imaginación al asunto para sospechar que el hecho de que nueve carros de la compra sorteen a la cajera del súper y se marchen sin que su importe se abone, iba a levantar tal polvareda y provocar reacciones políticas tan desmedidas. El rasgado de vestiduras y el clamor de venganza han sacudido gran parte del orbe político, empresarial y mediático de este país. Incluso el gobierno se ha permitido saltarse la división de poderes y el ministro del Interior ha ordenado, suplantando a los jueces, la detención de quienes empujaban esos carritos. Juan Manuel Sánchez Gordillo, alcalde de Marinaleda y diputado de IU, también miembro del SAT (Sindicato Andaluz de Trabajadores), se ha convertido en el enemigo público número uno para las gentes de orden. Y es que Gordillo y sus compañeros del SAT han perpetrado tres horribles 'delitos', inasumibles para la sociedad bienpensante. En primer lugar, han puesto de manifiesto la lacerante irracionalidad de un sistema socieconómico que sigue, a pesar de la crisis, instalado en la abundancia (nuestra renta por habitante sigue en torno al 95% de la media de la UE-15), mientras que la miseria, incluso el hambre, se extienden como una mancha de aceite por gran parte de la sociedad. En Andalucía, según Cáritas, hay 300.000 familias subalimentadas, es decir, casi un millón de personas bordeando el hambre. En nuestra Región, según el INE, casi 200.000 personas sufren privaciones materiales. Si la riqueza más o menos se mantiene (se ha reducido en términos reales un 3% desde el inicio de la crisis), pero la pobreza crece exponencialmente (un millón más de pobres en 2010 respecto de 2009), sólo hay una explicación: la desigualdad social es cada vez más intensa. Sólo Bulgaria, Rumanía, Letonia y Lituania tienen mayor tasa de pobreza que España. Y poner de manifiesto la envergadura de la pobreza en nuestro país es lo que no se perdona a Gordillo, el cual, y aquí nos introducimos en el segundo de sus delitos imperdonables, ha puesto al descubierto con su acción la inexistencia de mecanismos y engranajes, tanto institucionales como empresariales, que posibiliten la transferencia, siquiera sea en proporciones modestas, de esa abundancia que exhiben las grandes superficies hacia los grupos de población que ya pasan hambre. Todas las noches, estos comercios arrojan a la basura toneladas de alimentos sobrantes. No los donan a los bancos de alimentos y organizaciones solidarias, salvo excepciones, sencillamente porque lo impide una concepción mercantilista, capitalista e insolidaria según la cual la producción ha de venderse en términos de rentabilidad. Aquélla que no entra en los circuitos de valorización, se destruye. El sistema ha de sobrevivir, aunque la gente no lo haga. Por último, los jornaleros del SAT han devuelto como un boomerang la acusación de robo que sobre ellos se ha vertido, confiriendo a esta palabra su verdadero significado. Para que exista robo, ha de haber ánimo de lucro. Quien coge alimentos de una tienda para trasladarlos a barrios donde se pasa hambre no percibe por ello remuneración alguna. El robo se sitúa en otros ámbitos y esferas, sobre todo entre quienes utilizan el dinero público para lucrarse, como banqueros y políticos corruptos. También las propias empresas de distribución, que roban a los clientes multiplicando por diez el precio que aquéllas han pagado a agricultores y ganaderos por las mercancías a la venta.

Hay quienes dicen compartir el fondo, pero no las formas, de esta actuación. En mi opinión, es muy difícil separar ambos aspectos. Por una razón obvia: sólo una acción de esta naturaleza ha permitido poner al descubierto, y abrir un gran debate social, en relación a las cuestiones arriba planteadas. No ha habido violencia, ni siquiera pérdidas que merezcan tal nombre para las empresas afectadas, pero sí se ha puesto sobre el tapete el gran problema social de este país, que amenaza con agravarse merced a los recortes del Gobierno. Por eso Gordillo es un delincuente y ha de pagar por ello.