En algún donde de algún cuando, leí la semejanza que hoy comparto con ustedes. Y se comparaba la vida… mejor dicho, las vidas —pues no las vivimos solos— con un tren. Un tren en el que nos subimos al nacer y nos encontramos con unos primeros compañeros de viaje que subieron antes, como nuestros padres, y otros que irán subiendo después, como nuestros hermanos menores, o parientes próximos, o nacientes prójimos, y del que, indefectiblemente, habremos de apearnos todos, unos antes, otros después, en alguna estación más o menos cercana, más o menos lejana, más o menos compartida.

Y vamos recorriendo el interior de nuestro vagón, o de otros vagones de ese tren. Y nos encontramos con gentes que suben para hacer un trayecto que se nos antoja excesivamente corto… o extraordinariamente largo, al menos aparentemente, bajo nuestro sesgado punto de vista. Y vamos relacionándonos con otros viajeros de toda clase y condición. De los que te ofrecen una sonrisa, o una mano, de los que se paran para ayudarte, o para hablar contigo, o para compartir algo, o de los que te miran sin verte, o a los que tú no percibes pero te perciben a ti. O al contrario. De los que te acompañan en una parte de tu trayecto… o el resto de tu andadura, o el resto de la suya. De los que te comunicas con ellos y de los que ignoras o te ignoran. Hay quien ha subido para relacionarse con el pasaje y hay quien sube solo para mirar el paisaje. Hay quien te da la sensación de conocerle de otros viajes. Hay a quienes buscabas inconscientemente aun sabiendo que no conocías de nada. Hay encuentros, reencuentros y desencuentros, y separaciones, y olvidos y recuerdos, y añoranzas… Hay tristezas, alegrías, fantasías, sueños, desafíos, vivencias y experiencias, agradecimientos y nostalgias, esperas gozosas y despedidas dolorosas…

Y lo hermoso por misterioso es que, aunque en algunos vagones se habla de una estación términi, en realidad no se sabe, no se conoce, no se tiene noticia cierta… tan sólo es rumor o creencia, y no existe más seguridad que infinitas paradas en un recorrido infinito, donde unos acaban su viaje y otros empiezan el suyo. Indefiniblemente… Aun cuando nunca nadie sepa de ningún otro, ni siquiera de sí mismo, del momento en que el tren silbará el anuncio de su apeadero.

A mí me gustaría saber el significado de este tren, aunque tampoco me preocupa mucho. Oigo de unos viajeros unos porqués, y a otros, diferentes porqués de los de los unos, y a otros distintos de ambos dos… Opiniones diversas de diversas fes. Pero no me importa demasiado.

Solo sé que un tren de la vida no existe por sí mismo solo para sí. Ni existe por nada ni para nada. Ni sin un motivo. Lo demás me dá un poco igual. Me quedo con mis amigos encontrados para todo ese trayecto, me quedo con los tres viajeros que subieron como hijos míos y con la persona que comparte tal compañía, y con las que comparten las suyas. Me quedo con los cinco recién llegados como mis nietos. Me quedo con los intentos y los fracasos de los que haya podido emprender, aprender y comprender algún poco de algún algo..

Hay otro yo mismo, que vive en mí y conmigo, que a veces dialoga, a veces discute, pero siempre me interpela. Y me pregunta por aquello que aún no he sabido asumir en la experiencia de mi viaje, el muy ladino… No sé que responderte —me parece que le contesto— y pienso que puede ser que existan otros trenes, otros viajes, otros trayectos, quizá… Es posible. ¿Pero tú crees, en verdad, que hay más trenes aparte de éste? me inquiere con no fingida sorna… Bueno ¿por qué hacer estaciones para un solo tren? creo que le espeto. Y, de momento, se calla, pero estoy seguro que seguirá cuestionándome hasta el mismo día en que el revisor venga a picarme el billete.