Mucho más que eso. Entró en el cine dibujando, diseñando, era pintor. Los españoles de su oficio que hoy son llamados a Hollywood, perdónenme, son nada frente al talento de José Luis López Vázquez; ese español de negro que tanto nos definió cultural y genéticamente. Todos tenemos, en nosotros mismos, una mueca que no nos pertenece, es la que hemos copiado o visto, o se nos ha contagiado de este actor inconmensurable. Cada uno de nosotros, público sorprendido, nos hemos sentido aprisionados en una cabina como la suya; con una desesperación como la suya. Y, sin quererlo, nos hemos echado a reír con su figura como de dibujo de Mingote.

Tengo la sensación de que está acabando una época irrepetible, esa del cine español que superó todas las barreras de un tiempo sin libertades a base de inteligencia, de imaginación, de creación. Tengo la sensación de que López Vázquez ha dado el primer paso, como guía y abanderado de una generación maravillosa, siguiendo la estela sideral de otros compañeros irrepetibles de la escena; sobre el escenario o sobre el plató, del cine o la televisión. Quiero volver a ver todas sus películas, sentarme frente a la pantalla y observarle minuciosamente; no sólo en su lado cómico excepcional, o fraternal (La gran familia), si no en su versátil profesionalidad (Mi querida señorita o Pipermint Frappé), donde el actor dio su salto personal en el vacío del drama, del filme de autor.

No quiso ir a América (como Picasso) y no hace mucho -porque el tiempo pasa demasiado aprisa- se llegó hasta Murcia enamorándose de algo nuestro; durante algunos meses le vimos transitar nuestras aceras como recién salido de una escena de Berlanga, con gabardina y luces proustianas; con una bandeja de pasteles de carne de Bonache en las palmas de las manos. Tarde de primavera en la madurez de su vida; sol y sol en las sombras de toda una existencia delante de las cámaras.

López Vázquez ha sido la imagen reflejada en el espejo, el autorretrato de un país entristecido y necesitado de un humor propio que tenía que confundirse con el amor propio; en la vitalidad necesaria para resistir las décadas y décadas. Imposible de ser doblado, de poner voz a su gesto, nos ganó a cada uno de sus espectadores, boca a boca, beso a beso, ternura a ternura, en una nostálgica existencia de un curioso cine español, representativo del gris medio generalizado.

Se ha ido, por suerte para las conciencias culturales, habiendo sido reconocido; haciendo alarde de cierta discreción final ante el atardecer obligado; con un gesto dulce y amargo en la última mirada pública. Nuestro vacío se llenará de celuloide, de sus interpretaciones, de la ingenuidad de su personaje que era él mismo. Hasta siempre con mi admiración, José Luis López Vázquez, actor y mucho más que eso.

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