El indulto que no llegó a Cartagena

Extraño suceso el que ocurrió en la ciudad de Cartagena en el mes de julio del año 1780 cuando un reo iba a ser ajusticiado y se corrió la voz de que, en la diligencia de Madrid, en el Correo, había llegado su indulto. Numerosos cartageneros, que lo consideraban inocente, se echaron a la calle para celebrarlo e impedir que se cumpliera la sentencia de muerte.

Pero la realidad fue otra. Así lo refieren las crónicas de la época: «Estando Vicente Torregrosa en Cartagena por asesino, en capilla, para darle garrote y siendo las once horas de la mañana y estando preparando el tablado, la tropa formada y toda la Justicia y demás prevenciones corrientes para la ejecución, vino la posta de Madrid a las ocho y media.

Y habiéndose divulgado el perdón para el reo, fue tanta la alegría de todos en general, que parecía haberse tumultuado toda la ciudad de Cartagena que le consideró siempre inocente del crimen del que había sido acusado.

Por dicho motivo y ante la reacción de la población, suspendieron la ejecución y esperaron al correo inmediato. Y viendo que no venía tal perdón, escribieron a la Corte dando cuenta del paraje, de lo que resultó que enviaron al citado reo al presidio de Ceuta para esperar allí su ejecución y sacarlo de Cartagena para que la ciudad no se amotinara de nuevo.

Al poco tiempo de ser trasladado se conoció la noticia en la ciudad de que el tal Vicente Torregrosa había muerto en Málaga antes de ser embarcado para el presidio africano».

La noticia se divulgó rápidamente por Cartagena y los que estaban a favor del indulto del reo no se creyeron que su muerte se hubiera debido a enfermedad alguna o accidente imprevisto.

Tenían la seguridad, y así se manifestaron, de que lo habían ejecutado en Málaga para no llevarlo al penal de Ceuta. Al conocerse la noticia hubo de conatos de amotinamiento en la ciudad que tuvieron que ser reprimidos por las tropas reales.

Se trasladó la corrida de Toros para no pagar a los vecinos

Curioso lo que ocurrió en Murcia en el mes de mayo de 1763. Una corrida de toros que se había previsto hacer en la Plaza de San Agustín se cambió de ubicación, a última hora, porque los frailes agustinos, que eran los organizadores, no estaban de acuerdo en pagar el canon establecido a los vecinos de dicha plaza por la utilización de los balcones como palcos.

Los agustinos dijeron, en su defensa, que la corrida era a beneficio de la construcción de su nuevo templo y que no era correcto pagar impuestos por la utilización de balcones y ventanas de la plaza, ya que no se trataba de negocio alguno sino de sacar dinero para ayuda a la construcción de su templo.

Como no hubo acuerdo entre las partes, los frailes decidieron a última hora cambiar el lugar para celebrarla. Así lo refieren las actas de la ciudad: «Se hace en el paraje de la Torre de la Marquesa una corrida de toros, que se debía haber hecho en la Plaza de San Agustín, para recoger fondos destinados a la obra de la iglesia de San Agustín.

Por no llegar a un acuerdo los frailes de dicho convento con los amos de las casas de dicha plaza y como quiera que la comunidad agustina no estaba dispuesta a pagar a dichos vecinos el canon establecido por la utilización de palcos en las casas, los frailes, decidieron realizar la dicha corrida de toros en el paraje de la Torre de la Marquesa y así evitar pago alguno. El Concejo lo autoriza ya que no ve impedimento alguno para su prohibición».

Solo se permitió comer pescado del Mar Menor

Curiosa noticia la que hemos encontrado en las actas capitulares y que hace alusión a la prohibición de consumir pescado «de la mar mayor» al recibirse noticias desde Argel de que se había detectado una epidemia de peste.

El Concejo murciano entendía que, el pescado, podía ser transmisor de la enfermedad. Por eso únicamente se permite, a la población, el consumo del pescado de la «albufera».

Lo que hoy conocemos como Mar Menor. Esta es la referencia en el año 1787: «Trata el Concejo el tema sobre las noticias funestas que corren de la peste de Argel y de que, sin embargo, que la Junta de Sanidad está dando con el mayor celo sus acertadas providencias, con arreglo a las instrucciones remitidas por la superioridad, y demás que se han practicado en iguales casos y contratiempos.

Le parece a esta ciudad que se debe prohibir la venta del pescado fresco de la Mar Mayor ya que pudiera venir de Argel y ser portador de tan terrible enfermedad y, este Concejo, autoriza únicamente y permítase solamente la venta del pescado procedente de la Encañizada o Albufera de Murcia. Lo que se hace saber para que los vendedores de dicha mercancía solamente tengan en su lugar de venta pescado procedente de la Albufera y en caso de encontrarse pescado de la Mar Mayor serán multados y la mercancía retirada para ser quemada».

El último resposo de las entrañas del Rey Sabio

A mitad del siglo XVIII se reciben quejas, en el Cabildo Catedral, del mal estado que presenta el sepulcro donde se guardan las entrañas del rey Alfonso X el Sabio, además de considerarlo inadecuado e incluso indecoroso para tan egregios y principales restos mortales.

En un principio, los canónicos no hacen caso a las quejas recibidas pero ante la presión del Concejo y la nobleza murciana por fin tratan este asunto y toman decisiones al respecto: «Trata el Cabildo Catedral de la Diócesis de Cartagena, por el señor Fabriquero de componer y adornar la capilla mayor de esta santa iglesia y viendo la deformidad que causa el sepulcro de la entrañas del Rey D.Alfonso, por lo denegrido y deteriorado de su arquitectura, acordó este Cabildo que el Señor Síndico y Procurador General se vea con el de la ciudad para que, en conformidad del acuerdo que se dicte tendrán hecho para adornarle y se ejecute un sepulcro digno y en condiciones cuanto antes como es el deseo de este Cabildo y del Concejo de la ciudad».

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Ajusticiamientos y castigos ejemplares

Como en su momento comentamos en esta página, la crónica de sucesos del siglo XVIII en Murcia está plagada de crímenes y muertas violentas que, hasta ese momento, no se venían contabilizando en las actas de la ciudad.

Quizá por ello, al consultar las de este siglo, nos encontramos continuas referencias a estos sucesos que nunca antes se habían contabilizado. Ello nos hace pensar, también, que fue una época bastante insegura y que los murcianos, en aquellos tiempos, dirimían sus diferencias a garrotazos, tiros o cuchilladas. Y lógicamente, la justicia, actuaba con dilación para castigar al infractor y en los casos de asesinatos y crímenes con medidas ejemplares que sirvieran de escarmiento a los ciudadanos.

Las crónicas están llenas de sentencias y penas de muerte de las que vamos a contarles algunas que, por lo llamativas, son dignas de mención. Hay que destacar que de las llamadas «máquinas de matar», como se les decía entonces, en Murcia hay predilección por la horca y el garrote, aunque esta última muerte tiene detractores en la ciudad ya que, pensaban, al aplicarse al reo la muerte por «garrote» este no sufría apenas ya que era una muerte rápida.

Entonces fue cuando se puso en práctica el «descuartizamiento» del cadáver para ser expuesto en lugares muy frecuentados y que, los ciudadanos, no olvidaran lo que les podía pasar en caso de cometer un delito de tal magnitud. El rito o ceremonial que se utilizaba, por lo que hemos leído, se centraba en tres fases: el arrastre del reo por la ciudad, la ejecución y el descuartizamiento o mutilación del cadáver para aleccionar a la población.

El lugar común de ejecución durante aquel siglo fue la plaza de Santo Domingo de la capital. Por cierto, que ese lugar, hoy en el centro de la ciudad, era lugar de ajusticiamientos desde la Edad Media y fue bien entrado el siglo XIX cuando el Corregidor Garfias ordenó la demolición de los cadalsos y la construcción de casetas para instalar ‘ferias’ y encuentros comerciales. Momento que se aprovechó para celebrar en dicha plaza el tradicional mercado semanal. Pero eso es otra historia.

Uno de los ajusticiamientos más llamativos del siglo, por lo oscuro del crimen y porque nunca se averiguó realmente lo que pasó, fue el del matrimonio jumillano de Abdón José Tomás y su dama Juana Jiménez, ambos naturales de aquella ciudad que, en connivencia con su criada, Mari Lola, cometieron un crimen muy comentado en la época y fueron ejecutados en Santo Domingo el día 3 de abril de 1786. Estuvieron en capilla desde el día 1, es decir, cuarenta y ocho horas antes de cumplirse la sentencia. El ajusticiamiento comenzó por Juana, que fue conducida al cadalso tras ser paseada por la ciudad en una mula de «paño negro».

Después y tras ahorcarla, fueron por Abdón y lo trasladaron utilizando la misma caballería que había llevado a su dama, pero con espuelas de botines que le pusieron antes. La doméstica, condenada a quince años de cárcel, fue llevada para que contemplara el ejemplar castigo a sus señores y presenció, según consta, el ajusticiamiento hasta el momento que, presa del pánico y el dolor, «perdió la noción y estuvo desmayada».

Esta pareja no fue descuartizada ni sus restos esparcidos por la ciudad.

Sin embargo, en Cartagena, en 1761, ahorcan a otro matrimonio acusado de asesinar a un vecino y sus cabezas quedaron clavadas en sendas picotas en el puerto, durante una semana, para general escarmiento. Los despojos, por regla general, se distribuían de la siguiente manera: las manos en el lugar donde se había cometido el delito y la cabeza se dejaba donde vivía el ajusticiado para que todos sus vecinos la vieran.

En algunos casos graves encontramos, incluso, que el resto del cadáver se exponía en los accesos a la ciudad de Murcia por sus diferentes puertas. Así se hizo, por ejemplo, en el caso del homicida Salvador Romero que había matado al Escribano Antonio Navarro. Sus manos quedaron en la marina de San Javier, que era jurisdicción de Murcia en aquellos años, y su cabeza fue llevada a Algezares, donde quedó colgada, custodiada por soldados, en la plaza de la iglesia y durante cuarenta días. Se le puso, incluso, un letrero que decía «Pena de muerte a quien la quite».

Pero cuando ya llevaba más de quince días, los vecinos, con suplicas insistentes, lograron que se desplazara aquella cabeza al camino de Beniaján. En cuanto al descuartizamiento completo del reo y su distribución por ‘piezas’ para ejemplo de la población un caso muy ilustrativo es el del marinero Juan ‘el Mochales’, que había dado muerte a don Fulgencio Tapia y de una manera «horrenda», según decían los justicias de ahí, que el castigo tuvo que ser ejemplar.

Su cuerpo fue «cortado» en cuatro partes que se repartieron de la siguiente forma: un trozo al camino de Espinardo, otro al de Cartagena, un tercero a la entrada por Alcantarilla y el último a las puertas de Orihuela. La cabeza al barrio de San Antolín de donde era natural y las manos al lugar de comisión del crimen, en el partido de San Benito. Por supuesto, todos estos restos, colocados en picotas, tenían colgado asimismo un escrito a modo de acta de «justicia» donde se hacía constar el delito cometido.