El juzgado de guardia de Orihuela ordenó ayer el ingreso en prisión del murciano Juan Antonio Martínez Martínez, de 37 años, por el asesinato de su esposa, Yolanda Aniorte Cuenca, de 39, ocurrido el pasado fin de semana en el domicilio conyugal, en el barrio de Capuchinos, en Orihuela. La Comisaría de Orihuela ha dado el caso por cerrado después de que el marido confesara los hechos que se le atribuyen y colaborara en la reconstrucción en lo que fue una dura y larga mañana para los investigadores y los responsables judiciales que desde el pasado lunes, cuando se descubrió el cadáver, han trabajado conjuntamente para resolver este terrible suceso. El ingreso en prisión estaba previsto que se llevara a cabo ayer mismo, en un centro penitenciario que no ha sido desvelado por cuestiones de seguridad, pero bajo fuertes medidas de seguridad mientras se instruye el procedimiento judicial.

La confesión de Juan Antonio, asistido en un letrado del turno de oficio, en presencia de la magistrada Joaquina de la Peña -a la sazón responsable del juzgado de Violencia sobre la Mujer- y de la fiscal de guardia, inicia un sumario por asesinato que tendrá, a priori, un rápido recorrido porque todos los cabos se dan por atados.

Como ya adelantó LA OPINIÓN, Yolanda falleció tras recibir hasta diez golpes en la cabeza con una mancuerna o pesa de gimnasio. A ésta le habían quitado de uno de sus extremos el peso, lo cual la convertía en un martillo tan contundente como mortal. De la declaración prestada por el ya preso se ha sabido que los hechos ocurrieron la madrugada del sábado después de que la pareja mantuviera una discusión porque estaban pasando por una nueva crisis motivada por su adicción a las drogas. La venta de muebles de una vivienda que ambos ocuparon hasta hace meses en Alquerías -junto a la familia de él- fue el desencadenante, sin olvidar los falsos celos que Juan Antonio tenía hacia su propio hermano, lo que se había convertido en una obsesión: pensaba que su mujer y éste tenían una relación.

Aquella noche, la pareja acabó durmiendo por separado. Según fuentes judiciales, Juan Antonio se marchó al salón y se tumbó sobre un sofá y su mujer, en la cama. En mitad de la noche, sin causa que expliquen los motivos de lo que ocurrió, éste regresó al dormitorio, que estaba a oscuras, mientras su pareja dormía en posición fetal y le asestó al menos diez golpes con la mancuerna. Yolanda no pudo defenderse y su vida se apagó en cuestión de segundos. Tenía la cabeza abierta por la mitad. El hecho de que en la vivienda no se hayan encontrado restos de droga que puedan justificar esta brutal agresión es lo que, sumado a otras consideraciones penales, convierte el delito de homicidio en asesinato. Yolanda murió boca abajo, tendida en la cama sin haberse podido defender. Juan Antonio se marchó de Orihuela, al parecer, en un taxi en dirección a Murcia y abandonado el vehículo Audi que, en realidad, era propiedad de su compañera, pero que él utilizaba a diario, así como la motocicleta de ambos. Se llevó todo lo que encontró de valor: dinero, joyas,... Y nadie más volvió a saber de él. Los investigadores lograron una pista fiable sobre su paradero ese mismo día y pusieron cerco al barrio de La Fama de Murcia. El martes fue localizado saliendo de dicho barrio.

«¡Asesino, asesino, asesino...!»

Camiseta gris, pantalón negro y chanclas de playa -todo ropas prestadas por la Policía-, Juan Antonio Martínez fue incapaz de mirar el barrio y los vecinos que desde hacía meses lo saludaba cuando acompañaba a Yolanda. Era una pareja modesta pero cuasi perfecta. Ayer le decían: «¡Asesino, asesino, asesino...!», que fue lo más dulce que escuchó durante la hora más larga de su vida. Desde que llegó al lugar del escenario, esperó escondido en la parte trasera de un vehículo camuflado del Cuerpo Nacional de Policía a que le dieran la orden de bajar de él, recorrió los 15 metros que le separaban del portal y subió al tercer piso. Los agentes equipados con material antidisturbios mantuvieron a los vecinos a más de cien metros del lugar. Desde niños a personas mayores, algunos lo llamaban por su nombre y le pedían que le mirara a la cara entre improperios.