Deja que tú vacío sucumba en mi vacío. Absorbe mi alma y haz de este cuerpo con vida el elemento inerte a tu antojo, pues solo de esta forma puedo ser completamente tuya. Ya no se abrirán jamás los ojos del cielo después de que mi sangre encuentre tu sangre. Y será el recuerdo de aquellos días lo que mantenga viva la fe.

Ahora, aparta mi mirada del mundo, pues desde aquí tan solo puedo sentir como tu ataúd no cesa de latir. Y es tan abrumador no poder estar a tu lado que encierro cada noche en esta maldición creada por la codicia.

Llevo una moneda en la mano. Las luces de los candelabros están a punto de apagarse. Y pronto la oscuridad se pondrá de nuevo de pie sobre el camino. Somos incestuosos, infieles a Dios, y llevaremos al límite nuestra razón de existencia.

Aquella noche de Enero de 1974, la hermana pequeña de Alice tragaba saliva al otro lado de la puerta de la habitación.

Tapaba su diminuto rostro con las manos y aun así no podía sentirse libre en aquella casa donde hacía unos meses que su hermana mayor había dejado entrar algo.

Cada noche el mismo ritual y Claudia, como abocada al abismo de su existencia, guardaba silencio por si su vida también caía en picado.

Lejos de la ciudad, en el desierto de Maine, vivía toda la familia Ford, el padre, la madre y las dos hijas. Alice de quince años y Claudia de siete años. Pero nadie del entorno familiar tenía la menor idea de las cosas que ocurrían en el interior de la habitación de Alice. Aunque muy pronto iban a descubrirlo.

La noche quedó clausurada dentro del pasillo de la antigua casa, herencia de la tía del padre de Alice y Claudia, cuya muerte había sido dictaminada por un juez tras llevar más de siete años en paradero desconocido.

El pestillo de la puerta se escuchó en toda la casa como si fuera un estruendo. Y Claudia se retiró apresuradamente de la puerta de la habitación. Con el corazón en un puño y las piernas temblorosas, corrió el pasillo principal de la casa y se enclaustró en su habitación, en donde creyó que estaba segura y a salvo.

Se metió dentro de la cama y se tapó hasta la cabeza con las sábanas. Un crujido chirriante se escuchó al otro lado y una sombra comenzó a vagar por su habitación. Lo desconocido mezclándose con la pintura de la pared y el silencio mortuorio que, en ese preciso instante, daba vida a todo el terror que sentía en su cuerpo.

Apretaba los ojos con fuerza, rezando porque aquellas alucinaciones acabaran lo antes posible, aunque no puedo evitar que unas amargas lágrimas se deslizaran por su rostro hasta empapar su cuello.

Y entre el desasosiego, el miedo y la incertidumbre, poco a poco la luz iba colonizando el despertar de un nuevo día. Aunque solo era cuestión de esperar unas horas hasta que volviera a caer sobre ella la noche. Pero esa vez no fue así. De repente, una bofetada del destino cambió su suerte, los días pasaron y la calma pareció acomodarse en su vida. Aunque siempre se preguntaba por cuanto tiempo.

Claudia salía todos los días a la calle, donde no encontraba a nadie con quien compartir sus experiencias, ya que ni su padre ni su madre la escuchaban. Y se sentía desolada. Sin embargo, Alice pasaba las mañanas encerrada en aquel cuarto donde hablaba cada noche con el mal.

A mediados de febrero de ese mismo año, cuando todo parecía haber cambiado, Claudia paseaba por el pasillo camino de su habitación cuando volvió a escuchar algo que atrajo sobremanera su curiosidad.

Se sentó en el suelo y colocó la oreja junto a la puerta de madera de su hermana. Al principio se sintió frustrada, porque de repente se hizo un estrepitoso silencio. Pero aguardó unos segundos más allí y, de nuevo, las voces reaparecieron.

Era como si hubiera más de una persona dentro de la habitación, manteniendo una conversación entre sí, aunque Claudia estaba completamente segura de que solo Alice se encontraba dentro, aun así escuchó atentamente.

«Madre, ven a mí. La moneda que me diste se ha ennegrecido y ahora mi alma pertenece a tu gracia. Llévame al lugar donde nuestro padre puede acogernos en su seno de depravación y crimen y haz que las lágrimas de los culpables sean la ofrenda para nuestra propia salvación».

Al oír aquello. Se levantó y salió hacia su habitación como alma que lleva el diablo, y nunca mejor dicho. Abrió la puerta y echó el cerrojo. Pero algo salió mal, la puerta se abrió de repente, en el momento en que ella se metía debajo de la cama. Unos pasos aterradores comenzaron a acercarse lentamente, mientras que una voz que no le resultaba familiar, pronunciaba su nombre entre susurros, en el hastío de la noche.

Claudia lloraba amargadamente mientras llamaba desesperadamente a su madre, pero nadie parecía escucharla.

— Claudia, yo soy tu madre. — Tras oír aquellas palabras, una moneda ennegrecida se coló debajo de su cama. La tomó en la mano.

— Tu hermana me necesitaba y me ha llamado y ahora es libre, baja al salón y mira como hace justicia de aquellos días. Pronto seremos una familia.

De repente la sombra desapareció y la luz volvió a entrar por la puerta. Sacó un poco la cabeza de debajo de la cama y vio que no había nadie, aunque eso no impedía que todo su cuerpo estuviese aún en tensión. Con las luces apagadas del pasillo, recorrió este hasta llegar a la escalera, la cual bajó con sigilosos pasos. Una luz tenue alumbraba la escena. El rostro de su hermana bañado en sangre la paralizó. Aunque no se trataba de su propia sangre.

Soltó un grito ahogado que se perdió en la noche cuando descubrió lo que estaba haciendo Alice. Llevaba un cuchillo de cocina en la mano y estaba despedazando a sus padres, que yacían sin vida en un gran charco de sangre en el suelo del salón.

— Cuando hayas probado su sangre, entenderás todo.

Claudia que era una mera espectadora miraba atónita como su hermana desmembraba el cuerpo de su padre, extremidad a extremidad, y después el de su madre. Llevándose después el cuchillo a la lengua para saborear su triunfo.

Mientras cortaba los cuerpos sin vida del señor y la señora Ford, unos pasos procedentes de la nada llamaron la atención de la pequeña. Se giró con el miedo enclaustrado en sus venas y vio una figura que ya le era muy familiar. Una sombra de mujer algo mayor que su madre y que la miraba atentamente.

Claudia comenzó a dar unos pasos hacia atrás, para evitar que aquella sombra se le acercase más. Pero, en un momento dado, pisó con la suela del zapato la sangre y resbaló, cayendo sobre el vientre mutilado de su madre. Se echó a llorar mientras golpeaba la cara de su madre implorándole que despertara. Pero esta no despertó. Entonces aquella sombra volvió a hablarle.

— Ella no es tu madre. Nunca pudo tener hijos. Así que tu padre usó mi vientre para engendraos a ti a tu hermana.

— ¿Quién eres tú? Preguntó entre sollozos.

— Soy Annette Ford, la tía de tu padre y vuestra madre.

— Eso es imposible. Estás muerta. Llevas desaparecida siete años, por eso nosotros vivimos aquí. Porque ella no tenía más familia.

Tu madre estaba desesperada por tener un hijo y tu padre, atendiendo a sus deseos, entró una noche en mi casa, cuando la oscuridad masticaba la rabia del día y en ese mismo momento fue concebida Alice, pero la insatisfecha Julia, aquella a la que siempre has llamado ´mamá´, no se conformó solo con un retoño, así que unos ocho años más tarde, volví a recibir una visita. Solo que cuando se marchó, se dejó olvidada esta moneda que tú llevas entre las manos. Dos meses después, cuando se empezó a notar la tripa, entró en casa y me obligó a permanecer allí, de vez en cuando me llevaba comida y agua, así hasta que naciste. Pero yo me negué a volver a ser presa de los caprichos de mi sobrino y su esposa y le amenacé con ir a la policía. Pero no pudo permitirlo y me dio muerte.

Hace un tiempo vine a visitar a tu hermana, la cual había encontrado esa misma moneda, ella fue quien me invocó.

Al oír aquello, arrebató el cuchillo a su hermana y dibujó con él una cruz invertida sobre la tripa de Julia Ford, de la cual probó su sangre. Sus ojos también se volvieron opacos. De repente, la moneda adquirió su color normal, y la sombra de Annette Ford se diluyó en el misterio de la noche.

Las dos inertes hermanas salieron de la casa cogidas de la mano y caminaron hasta que sus pasos se perdieron en el horizonte.