Cuando despertó le sorprendió el silencio. Abrió los ojos, lentamente, y observó detenidamente la habitación. No recordó donde estaba. ¿Qué era ese sitio? ¿Y sus hijos? Se sobresaltó pero prefirió no moverse, no fuera a ser que él se diera cuenta.

Pero no era su casa. No era su hogar, ese sitio supuestamente seguro que se había convertido con los años en el lugar más peligroso del mundo para ella. Él no estaba. Así que se incorporó lentamente de la cama, y los mil dolores de su cuerpo le recordaron su realidad.

Con la costumbre habitual evaluó los daños levantándose la camiseta y contemplando su piel color berenjena. El simple roce del pantalón de pijama en sus piernas le hacía daño, aunque no era lo que más le dolía.

Sintió ganas de llorar. ¿Cómo había podido pasar algo así? ¿Cómo había llegado allí, a tener que huir, a temer vivir? No, los moratones no eran lo que más le dolía.

Le dolía seguir amándolo, le dolía especialmente que él dijera que la quería. Pero algo no funcionaba cuando una teme escuchar las llaves de la persona que ama abriendo la puerta de casa. Ella, ni nadie, lo entienden. Tampoco ella entiende cómo creía sus promesas constantes de que no iba a volver a pasar, de que iba a cambiar.

Tampoco sabe nadie el sabor amargo de aquel viaje a París, o aquel precioso collar, o de aquella cena maravillosa y cara acompañada de muchos te quiero, eso es a lo que sabe el arrepentimiento. Era el pago adelantado de un arreglo que nunca llegaría. La fianza por futuros dolores.

Cambiará, cambiará, se decía, todo volverá a ser como antes. Los buenos recuerdos también le han jugado malas pasadas. Recuerdos de un hombre amable, cariñoso, familiar. Días felices en los que no decía una mala palabra.

Ese era el hombre que todos conocían, el extrovertido, el detallista, el animador de las fiestas, que gastaba demasiada energía en que le quisieran los de fuera, y en quererse a sí mismo, para querer a los que debía.

En esas cenas con amigos ella se quedaba en silencio y pensaba en el contraste de sus chistes y gracias que dedicaba a los demás, con sus insultos y vejaciones que le dedicaba sólo a ella. Se preguntaba cómo podía acariciar a la hija de sus amigos con los dedos que después se cerraban y se convertían en el martillo de su cara. Cómo sus ojos grises podían llorar con una película y convertirse en jueces de acero contra ella. Sobre todo se preguntaba cómo, cuándo, de qué forma, un hombre se convierte en bestia.

Escuchó a una turba de niños jugar en el pasillo. Seguía de pie, en medio de esa estancia amplia y luminosa, que contempló como si fuera la primera vez. Había tres camas individuales, una mesa en el centro con sillas y un gran armario empotrado, que se sorprendió recordando lo que decía su madre de que nunca había bastantes armarios en una casa, una ráfaga de normalidad en ese huracán en el que estaba. Le gustó su sencillez. Dos mochilas y una pequeña maleta descansaban sobre el suelo, los restos del naufragio, el hatillo de todo su pasado.

Un pasado habitado por fantasmas, por el autismo en que ella se había encerrado. Eso lo aprendió hace mucho tiempo, de frases como «si dejas que te peguen es porque quieres», pronunciadas por la temeridad de la ignorancia.

Así que para el mundo era ella la culpable por no haber huido al primer bofetón, por no saber pararlo, por no ser más fuerte, por no ponerle fin. Y con el tiempo las exigencias aumentaron y el círculo se fue haciendo cada vez más pequeño, más asfixiante. Llegó a pensar que él era así porque ella no era mejor, no se merecía más. En ese momento se vio en el fondo de un pozo del que le resultaba imposible salir.

Un millar de imágenes asaltaron su mente en un segundo. Recordó la última noche, que nunca era la última. Sintió que la cabeza le iba a estallar. Recordó la llegada de él. Un vistazo le bastó para saber que algo iba mal. Sus gritos llamando a su hija mayor. «No has sabido educarlos». La cara de terror de su hija. Las frases convertidas en cuchilladas. «Eres una inútil». La catarata a punto de salir de los ojos de su hijo pequeño. La mano del chico agarrado a su falda. El estómago encogido sabiendo lo que venía. Las salvas de fogueo para calmarlo. Entonces su hija dio un grito, de miedo, de terror, de anticipación, y todo se desencadenó.

Su visita a la cámara de sus horrores se interrumpió por unos nudillos en la puerta que la avisaron del desayuno. Sería el segundo desde que estaba allí, en ese refugio que cada día le parecía más el paraíso, y sería compartido con otras supervivientes y sus hijos. Todas habían empezado a vivir sin angustia, y ella quería imitarlas cuanto antes.

Quería, necesitaba, dejar de tener miedo, dejar de esperar la siguiente imprecación, la siguiente amenaza, escuchar el siguiente grito. Se había prometido dedicar todas sus fuerzas y ganas en rehacer su vida y darles a sus niños algo mejor, en darse ella otra oportunidad. Se juramentó aquella noche, tendida en el suelo, sintiendo el frío de las baldosas en su cara y el calor de los cardenales.

Él se abalanzó sobre el grito de su hija. Ella se interpuso. Esa raya no la pasaría. Ella aguantaba porque era el escudo de los chicos, o eso quería creer. Golpeó los brazos fuertes del hombre para que dejara de usarlos como trituradoras, hasta que consiguió que su atención se dirigiera a ella. Esta vez no tuvo miedo. Por primera vez sabía lo que haría después de ese momento de sangre, dolor e insultos, que todo acabaría cuando él se quedara sin fuerzas o ella sin consciencia, lo que antes ocurriera. Sus escupitajos verbales resbalaban sobre ella, habían perdido su efecto tras tanto oírlos, y para ella ahora eran palabras de aliento para lo que estaba pensando mientras permanecía encogida, tratando de protegerse. La rabia de su monstruo se había convertido en su fortaleza. Nunca más. Nunca más volveré a pasar por esto, se dijo. No sé de donde sacaré las fuerzas pero lo haré. Nunca más.

Después vino la llamada. Por fin. Esa llamada que nunca se había atrevido a hacer. Tan fácil para cualquiera y tan difícil para el que se siente aterrado, atrapado. Se había dado cuenta que no quería mantener a sus hijos en el infierno, por ser la rehén de su marido.

A pesar del dolor consiguió sonreír. Por primera vez en mucho tiempo se sentía feliz. Se sentía como un náufrago que llega a tierra, como un reo que logra la libertad. Libertad. No recordaba la última vez que se había sentido libre. Sabía que tenía mucho trabajo por hacer, pero merecía la pena. Sólo necesitaba tiempo.

Por primera vez tenía esperanza.