La vi entrar en clase aquel primer día, la miré y ya no pude apartar los ojos de ella. «Voy a ser vuestra profesora de Lengua y Literatura», nos dijo con una voz grave, casi ronca. ´Como la de Jeanne Moreau´, pensé, recordando la película que nos habían puesto en Francés el curso pasado. «Me llamo Yolanda, estoy casada y tengo dos hijos de 17 y 14 años», siguió hablando con esa voz tan profunda. ´Diecisiete años, como yo´, y me dio un poco de vergüenza porque no podía aparatar mi mirada de sus pechos. ´Si podría ser mi madre, por Dios, pero qué cachondo me pone´. Entonces nos pidió que cada uno nos presentáramos con nuestro nombre y algún dato más que nos identificara, igual que había hecho ella. El primero en hablar fue Juan José, que dijo su nombre y añadió que no estaba casado ni tenía hijos, que él supiera. Todos se rieron mucho y ella también, pero quiso otro dato que lo definiera y que le ayudara a ella a recordarlo. Entonces dijo que jugaba en el equipo de baloncesto del instituto. Y pasó a la siguiente, que era Nuria, y dio como dato recordatorio que tenía diez hermanos. «Pobre madre, la tuya», dijo sonriendo la profesora. Según iba acercándose mi momento de hablar pensaba en qué iba a decir además de mi nombre, y entonces decidí comunicarle algo realmente mío, algo que no le hubiera dicho a nadie antes. No sé por qué pero quería impresionarla, quería que notara el interés que había despertado en mí, así que cuando me llegó el turno, dije con voz muy clara: «Me llamo Francisco y quiero ser político. Me gustaría dedicarme a la actividad pública y a hacer cosas para mejorar la vida de la gente».

Sin lugar a dudas a ella le interesó lo que decía y quizás notó en mi mirada algo especial, porque mantuvo sus ojos en los míos más tiempo del que parecía normal. Ante la manifestación de mi vocación, varios compañeros bromearon «este quiere dedicarse a robar», y cosas así. Pero entonces ella les recriminó su actitud y dijo que la política puede ser la más noble de las profesiones, si se hace bien, y me sonrió de un modo especial antes de pasar al siguiente compañero.

Durante todo el curso ella fue mi norte y mi guía (esta frase la tomé de un poema que analizamos en su clase y que convertí en el lema de mi existencia). Estaba completamente enamorado, no podía evitarlo, aunque fuese tan mayor, a mí solo me parecía una mujer, mi mujer ideal, la que había nacido para hacerme feliz y yo para hacerla feliz a ella y buscaba cualquier momento para acercarme a su mesa, para pasar por su departamento, para ir a donde pudiera encontrármela. Un día la vi en el supermercado, llevaba un carro lleno de cosas. Me acerqué, la saludé y me ofrecí a ayudarle a cargarlas en el coche. Aceptó y salimos al aparcamiento, abrió el capó y yo fui metiendo las bolsas acoplándolas lo mejor que supe. Cuando acabé se me acercó, me miró a los ojos y dijo «Gracias, Francisco», y me dio dos besos. Cuando vi sus labios pasar por delante de los míos para dirigirse a ambos lados de la cara me dio un vuelco tremendo el corazón. Y yo creo que ella se daba cuenta de lo que pasaba en mi interior y llegué a creer que no le disgustaba.

Cuando ya se acababa el curso, una noche salí a cenar con Nuria, la de los diez hermanos, que nos habíamos hecho casi novios. En una mesa cercana a la nuestra estaba mi profesora con su marido y sus dos hijos. Yo la miré y me pareció que Yolanda no podía ser la esposa y la madre de aquella gente, que era demasiado guapa, demasiado joven para ellos. En algún momento, cruzamos las miradas y ella me hizo un gesto amable de saludo, sonriéndome de un modo especial, o, al menos, así lo sentí yo. El curso acabó y ya no volví a verla.

Acabé con buenas notas y me fui a la universidad a estudiar Económicas. Enseguida empecé a militar en el Partido Socialista y, al poco, me eligieron líder de las Juventudes. Tuve varias novias y algunas relaciones algo más profundas, pero nunca llegó la cosa muy allá. Cuando acabé la carrera, preparé una oposición a economista del Estado y la saqué. Era lo ideal para poder dedicarme a la política con tranquilidad, porque esa era mi gran vocación y, cuando apenas tenía treinta años, me llegó el primer nombramiento. Mi partido había ganado las elecciones y a mí me nombraron director general en el ministerio de Hacienda.

En aquel momento mantenía una relación con una compañera de partido, una cosa estable y sin grandes pasiones, pero perfecta para el equilibrio emocional. Una tarde, cuando acabé en el ministerio y me dirigía a casa, entré en un VIPS para comprar alguna revista. Enseguida la vi a ella, a mi profesora de Literatura, que estaba esperando para pagar en el mostrador un libro que llevaba en la mano. Me acerqué, apenas le toqué el hombro y ella se volvió. Sus ojos verdes y su melena rubia eran los mismos que los que me enamoraron catorce años antes. En cuanto me vio, sonrió y tardó un par de segundos en identificarme: «Francisco€ ¡pero qué guapo estás!», exclamó y me dio dos sonoros besos en las mejillas, que yo traté de devolver, aunque el ímpetu y la alegría que ella manifestaba me dejaban un poco cortado.

Comenzamos a charlar un poco atropelladamente y yo le sugerí tomar algo en el bar. Aceptó y nos sentamos. Ella hablaba bastante más que yo. Me contó que estaba divorciada desde hace cuatro años, que sus hijos ya eran independientes y que ella seguía trabajando en un instituto. También me dijo que había sabido de mí por la prensa donde, de vez en cuando, me había visto por mis actividades en el partido. «Siempre me he acordado de aquello que me dijiste sobre tu vocación política el día de la presentación, y he disfrutado al ver que se iban cumpliendo tus sueños», me dijo mirándome a los ojos.

Según pasaban los minutos, todos aquellos sentimientos que me había provocado en el instituto iban resurgiendo dentro de mí con una fuerza tremenda. Físicamente me atraía como ninguna otra mujer lo había hecho. Claramente se había hecho unos retoques de cirugía estética, pero llevaba sus cincuenta y tres años con una dignidad total. No aparentaba más de cuarenta, diría yo. Me gustaba todo en ella, su forma de explicar las cosas, sus opiniones sobre lo que estábamos haciendo desde el gobierno, su manera de mirarme que, lo hubiese jurado, parecía querer decir que disfrutaba de mi cercanía. En dos ocasiones me tocó, en un hombro y en la rodilla, de un modo natural, como apoyando lo que decía. A mí esas manos me excitaban completamente.

Pasamos un par de horas allí, y después la acompañé a su casa, que estaba cerca. Me invitó a subir a tomar algo. Quince minutos después estábamos en la cama. Fue un encuentro tremendo que pasó a lo largo de la noche por el desenfreno total, por las caricias más tiernas y por la confianza mutua absoluta para darnos el uno al otro, para entregarnos tal y como éramos: mi juventud y su madurez encajaron como un guante en una mano suave. Habíamos nacido el uno para estar con el otro, dentro del otro, al lado del otro. Hablamos e hicimos el amor toda la noche. Por la mañana nos despedimos para ir a nuestros trabajos, pero quedamos en cenar juntos. Comenzamos una relación seria, y, tres meses después, tras mucho hablar de lo que podría traernos a nivel social, decidimos casarnos.

Sus hijos, extrañamente, lo tomaron muy bien, sobre todo José Luís, que era de mi edad y tenía también inquietudes políticas. Como no nos escondíamos, pronto algún periódico sacó una foto de ´el joven y prometedor político y su profesora de Literatura´, y en el partido comenzaron, primero algún impertinente cachondeo, y después algo más serio. Cuando mi presidente del Gobierno me llamó para ofrecerme un ministerio me puso la pega de mi relación y yo le respondí que por qué el ministro de Sanidad estaba casado con una chica veinte años más joven que él y ahí no había problema. «Es que lo tuyo es escandaloso, la gente no está acostumbrada», me dijo. «Me importa un pijo la gente», le respondí yo, recordando mis raíces murcianas.

El caso es que fui ministro, pero no estaba muy de acuerdo con ciertas decisiones de mi partido y tuve fuertes encuentros con varios dirigentes. Hasta que me harté. Dimití y pedí la baja en el Partido Socialista. Inmediatamente, comencé a formar un partido nuevo. En esto Yolanda me ayudó muchísimo y conseguimos una infraestructura mínima que fue creciendo y creciendo. Me presenté a las últimas elecciones como líder y las he ganado. Ahora soy el presidente del Gobierno y vivo absolutamente feliz con mi amada profesora.

Por cierto, Felipe González declaró que no le parecía bien nuestra relación por razones obvias; Zapatero pidió diálogo; El País publicó un editorial sobre edad-coito-política, y cuando vino Trump, le dijo a Yolanda: «te veo en forma», con el tono de: ´para tu edad estás bien´. No lo mande a tomar viento por aquello de las relaciones internacionales. Al muy cretino.