Sentada junto al manzano vuelvo a revivir aquella tarde de final de verano. Las manzanas simulaban péndulos, los rosales convertían el camino en un arcoíris, y la ancestral tierra del génesis, recién regada, refrescaba mis pies descalzos.

Aquel día tenía una cita a escondidas. Había conocido a un hombre en el gimnasio. Hacíamos bicicleta juntos, a la misma hora. Mientras pedaleábamos nos gustaba charlar. Teníamos muchas cosas en común, a veces, nuestras frases parecían solaparse, y nos daba por reír. Se llamaba Raúl.

José andaba regando el huerto; los niños jugaban en el columpio bajo la higuera. Varios pájaros acudían a picotear las semillas caídas al suelo, y los perros chapoteaban en los charcos que se formaban al regar. Hacía años que José y yo no hablábamos. Convivíamos en silencio, habitantes del claustro monacal del matrimonio.

Raúl rondaba los cincuenta, y aún conservaba la fuerza de la juventud en la mirada. Fue idea de él quedar. Cuando oí su propuesta las células de mi cuerpo se reordenaron con alegría, doy fe. Y le dije que sí. Habíamos quedado en un bar cerca del gimnasio. Él también estaba casado.

La tentación recala mis huesos y articulaciones, lo noto al andar. Tengo una pequeña tienda de figuras antiguas en el centro. Compro y vendo, y me voy ganando la vida. José es ingeniero, trabaja en una empresa química. No nos va mal en esto de la economía. Le gusta ocuparse de la finca que rodea la casa, y no quiere que le ayude. Disfruta sudando bajo los árboles y en contacto con la tierra, parece que supiera que nació del barro.

Un volcán interior resuena dentro de mí, el magma hierve ¿podría mi cuerpo contenerlo otra vez? Contención. El orden establecido desde antiguo ahoga mi túnica de piel. Mi nombre cargado de vitalidad es presagio. Raúl vino un día a verme a la tienda. «Hola Eva, tenía un rato libre, no he podido evitar pasarme». Estuvo sentado detrás del mostrador toda la mañana, leyendo y observándome. Yo anduve clasificando las porcelanas recién llegadas. Sabíamos de nosotros, nos reconocíamos sin conocernos, hombre y mujer, y no sentíamos vergüenza el uno del otro.

Los chicos vinieron corriendo, habían encontrado una pequeña serpiente, era marrón, delgada y de vientre blanco. La tenían cogida por la cabeza, todo su cuerpo se movía de un lado a otro, retorciéndose, como queriéndose hacer un nudo. José trajo un bote de cristal y la metieron dentro. Será nuestra mascota dijo Abelardo. Carlos saltaba de alegría «Es bonita, verdad mamá», dijo. «Sí, cariño», contesté.

A menudo recuerdo mis embarazos, las ecografías, las pataditas, tener vida dentro, era lo mejor. Tanto me gustaba sentirme llena por la carne de mis hijos, que los hubiese querido tener dentro de mí siempre. Y los partos, aunque dolorosos, marcados por la maldición de la creación, se convirtieron en bendición cuando se despojaron de su estigma en el momento del alumbramiento, convertidos en una fiesta vaginal, con la venida del orgasmo, el placer justo en el momento de la expulsión. Y es ahí cuando sabes que has vencido como mujer.

José traía hojas de cardo y acelgas. Como si en la mano trajera un ramo de flores que le hubiesen entregado al terminar una carrera por ser ganador:

­— Mira, han crecido solas€esta noche las preparamos para la cena.— Tenía la frente sudada.

— Qué cosas crecen de la tierra - contesté.

Desde allí, se oían las risas de los chicos, ajenos al reloj de arena que pendía sobre sus cabezas.

— Cómo han crecido — dijo José mientras limpiaba de tierra los vegetales.

— Pasa el tiempo — dije.

— «Eres polvo y al polvo volverás»€ Quiero que me incineren cuando muera, sabes€ y que me entierren en la tierra, bajo estos árboles, aquí viviré para siempre€

Y me hizo entrega de su particular ramo de vencedor, ajeno de mi conocimiento del bien y del mal y ajeno a mi deseo.

El pelo rubio y rizado de los chicos los hace parecer dos querubines. Abelardo perseguía a Carlos empuñando una espada de madera que les construyó José. Pintada de rojo y amarillo, parecía que fuese de fuego.

— Papá, nosotros somos los guardianes del huerto — gritaba Abelardo.

José les sonreía distraído concentrado en las labores de riego. Daba gusto verlos jugar; se llevaban bien, nunca peleaban, no sentían celos.

Miré el reloj y comprobé que faltaba tan solo una hora para mi cita. Mis ojos se habían abierto, me encontraba desnuda bajo los árboles del edén, deseaba a Raúl; quería beber de él. Mi conocimiento se había detenido hacía tiempo. Necesitaba la sabiduría que nuestra relación prometía darme. Mi deseo era hermoso como la hoja de una higuera y se había ceñido a mi cintura como la vestimenta de una varona. Mi anhelo buscaba la unión, formar parte de la unidad que se había separado de mi yo inmortal.

Un mensaje llegó a mi teléfono: «Te estoy esperando». Tras leerlo lo eliminé. Raúl mandaba una paloma mensajera, necesitado de mí, ansiando mi llegada, dominado por el deseo no satisfecho. Se impacientaba. «Te estoy esperando», parecía estar oyendo el eco de su voz grave. «Te estoy esperando», resonaba dentro de mí, como la campana reprimida que vibra.

José que estaba en el centro del huerto, se acercó.

— Mira Eva, la mejor manzana del árbol, la más grande, la más roja, para ti.

Cogí el fruto que me ofrecía, era la manzana perfecta, por su forma y su color, henchida de agua viva. La limpié con la falda de mi vestido estampado. Quedó brillante como un espejo; y al ir a morderla, puede ver mi reflejo, renacido, encarnado en ella.