Fui a los bosques porque quería enfrentarme solo a los hechos esenciales de la vida, y ver si podía aprender lo que la vida tenía que enseñar, no fuera que cuando estuviera a punto de morir descubriera que no había vivido». Así explica Henry David Thoreau el impulso que, en 1845, le llevó a instalarse dos años, dos meses y dos días en una cabaña junto a la laguna Walden. El gesto no le volvió un robinsón -estaba a 2,5 kilómetros de su casa de Concord (Massachusetts, EE UU)- pero se ha grabado en el imaginario occidental. Tanto que Walden, el libro donde la relató y explicó, se ha vuelto su tarjeta de visita. La carta de presentación de un hombre cuyos 44 años de vida (1817-1862) han dejado una semilla de rebeldía que ha alimentado a miles y miles de personas, de Tólstoi a los hippies, y que, en los actuales tiempos de rampante disidencia, ha germinado de nuevo. Ayer, 12 de julio, se cumplieron 200 años de su nacimiento.

La Naturaleza, con esa mayúscula que la deifica, y la escritura fueron las dos grandes pasiones de Thoreau. Sus escritos, impulsados por la paradoja y el oxímoron, y salpicados de peculiar humor, ocupan hoy más de veinte volúmenes, pero sólo dos de ellos tomaron forma de libro durante su vida. Los demás estaban dispersos en revistas o, como su monumental diario, aguardaron décadas a ser rescatados. Tal vez por eso, su dimensión política y filosófica -que ha inspirado a liberales, socialistas, anarquistas, independentistas o luchadores por los derechos civiles- no fue percibida por sus contemporáneos, que vieron en él un naturalista. Dedicación heroica, ya que El origen de las especies de Darwin, que le entusiasmó, no se publicó sino tres años antes de su muerte.

Por fortuna, hoy son miles los volúmenes sobre el hombre que, soltero y sin hijos, se procuró la mayor parte de sus menguados ingresos trabajando en la fábrica de lápices familiar y que se proclamaba inspector de tormentas de agua y nieve. Entre los más recientes en castellano cabe destacar el brillante retrato intelectual trazado por Robert Richardson (Thoreau, biografía de un pensador salvaje), publicado por Errata Naturae, que viene alumbrando las cumbres de su obra. Esa misma editorial completa su celebración del bicentenario con la antología de fragmentos Todo lo bueno es libre y salvaje. Parte de ellos salen de su Diario (7.000 páginas), que puede leerse en inglés en la red y del que Capitán Swing ha publicado una selección, cuyo segundo y último volumen acaba de aparecer. Quienes se bañen en esas aguas -era él quien igualaba la corriente del río a la del pensamiento- descubrirán una prosa diáfana, precisa, rica en matices y horra de artificio que, claro, no envejece. Los agradecimientos han de ser dados a Goethe, cuyas lecciones de escritura, en particular las de su Viaje a Italia, siguió Thoreau con aplicación.

El ingente corpus documental sobre el padre de Desobediencia Civil ha inmortalizado hechos como la noche que pasó en prisión por un impago de impuestos en protesta por la anexión de Texas y la guerra con México. O el abolicionismo militante que le hizo participar en el «ferrocarril subterráneo» -la red que ayudaba a huir hacia estados no esclavistas- y le movió a defender con denuedo al capitán John Brown, ejecutado tras fracasar en la toma de un arsenal militar para armar una revuelta de esclavos. Por esas y otras acciones se le considera padre de la desobediencia civil y látigo del Estado, aspectos que han inspirados a generaciones de disidentes.

Thoreau será discípulo de Emerson, pope del idealismo en EE UU, donde se llamará trascendentalismo y donde se orientará a la ética y la política. En realidad, toda la trayectoria de Thoreau, que bebe también del estoicismo clásico, no será sino la búsqueda del conocimiento a través de la experiencia en un país en crisis. De ahí su radical defensa de la primacía del individuo sobre la sociedad y el Estado, para que la presión social no le impida conocerse, aceptarse y construirse. De ahí su indagación sobre lo que es imprescindible para vivir (Walden) -convencido de que es más rico quien menos necesita- y su rechazo del crecimiento y la urbanización.

Thoreau, que curaba su débil salud con largas excursiones, escruta la Naturaleza como forma de experiencia, lo que acaba transformándolo en ecologista pionero. Con Emerson ha aprendido a romper las fronteras del ser y el tiempo («el tiempo sólo se cuenta a sí mismo»), a tratar a los clásicos como contemporáneos, a ver en un hombre a toda la Humanidad y a percibir que la mente es el Universo interiorizado, y el Universo, la mente exteriorizada. Siente, en consecuencia, una unidad religiosa con la Naturaleza que, lejos del cristianismo, alimenta con pensamiento oriental y vierte en moldes míticos grecolatinos.

Poco antes de morir, una tía suya le preguntó si quedaba en paz con Dios. Su respuesta fue de lapidaria ironía: «No sabía que nos hubiéramos peleado».