Como dice Sabina: prefiero la guerra contigo al invierno sin ti.

Y era la nuestra una guerra en la que lucharíamos dieciséis meses. Una guerra sin tregua, una tregua sin aliento y un aliento, el nuestro, que nunca perdió aquello que llaman esperanza, aunque en realidad no hubiera estado con nosotros. Y fue la vida, más que la muerte quizá, la que se convirtió en nuestra adversaria. Su vida, y la mía con él, en sus manos.

Era él y había venido para quedarse. El maldito cáncer había tomado las riendas del cuerpo de quien más he querido. Sí. A mi padre, a un gran tipo de 55 años, con una personalidad arrolladora; querido y respetado por todos, le había tocado el billete de ese viaje sin vuelta que aquel enero de 2012 emprendimos juntos y que tanto, pero tan, tan poco, duró. Era la realidad y había que aceptarla, como pudiéramos, pero se nos escapaba por segundos de las manos.

La esperanza, la ilusión, el miedo, la ira y sobre todo el amor nos arropaban hora tras hora, día tras día. Idas y venidas de nuestra gente, más cercana alguna, más ausente otra, pero llamaban, venían. Citas y más citas médicas. Hasta aquí habíamos llegado. No había cura. Y pasaba el tiempo. Lento. Imparable.

Brillaba el sol. Llegaba la primavera y el verano después, que también se marchó. Recuerdo que la música se convirtió en un potente bálsamo que nos sanaba. Hacíamos sonar Leonard Cohen, con su Pequeño Vals Vienés, rescatado de García Lorca. En inglés y en español, en español y en inglés.

¡Ay, ay, ay, ay! Toma este vals con la boca cerrada. Este vals, este vals, este vals, de sí, de muerte y de coñac que moja su cola en el mar. Te quiero, te quiero, te quiero, con la butaca y el libro muerto, por el melancólico pasillo, en el oscuro desván del lirio, en nuestra cama de la luna y en la danza que sueña la tortuga.

Y luego lo hacía Neil Diamond, con Play me y ya no existía el tiempo. Su nieto Saúl crecía dentro de mí golpeando con ansias mi interior. Cinco, seis, siete y ocho meses de embarazo y hasta el oncólogo no se explicaba cómo mi padre podía seguir estando vivo, tan consumido ya por dentro. Y mi hijo quería salir, quería conocer a su abuelo y despedirse; y entonces yo volvía a ser la niña pequeña de mi padre y, al mismo tiempo, la mujer de su vida.

Y bailábamos. Y nos mirábamos. Y sonreíamos. Y llorábamos.

El resto llamaba y nos recordaban que no estábamos solos; pero sí, si que lo estábamos. Y de repente llegó abril y la naturaleza me insistía con énfasis en que había otro ser dentro de mí. Faltaba poco. Nada. Venía otra vida para darle más vida a Salvador, mi niño mayor; el mismo que acompañó a su madre día tras día a estar con su abuelo, el mismo que fue testigo de cómo se iba apagando, sin opciones. Su abuelo con mayúsculas, al que nunca olvidó y por el que siempre preguntó.

Nos acompañaban, sí, pero la encrucijada era solo nuestra. Me agarraba entonces a tu enorme fortaleza y a tu encomiable valentía y releía y releía aquellas sabias palabras que me dedicaste cuando yo más lo necesitaba: «Como dice Serrat, cariño, hoy puede ser un gran día, plantéatelo así?».

Y era verdad. Todo llega, y llegó. Rompí aguas la misma madrugada en la que pensaba que jamás volvería a verle. Fue esa tarde en la que se despidió del mar que le vio nacer, de su pueblo costero del que estaba tan enamorado casi de la misma forma de la que lo estoy yo.

22 de abril de 2013. Nos quedaban cinco días.

La mente de mi padre se consumía por segundos, igual que su cuerpo. Ya estaba todo hecho. Ya estaba todo dicho. Ya podía irse; en paz, podía irse. Saúl ya estaba aquí.

26 de abril, 2013.

—Papá, ¿me oyes?

—...

—Papá, estoy aquí.

—Bárbara. Tu padre intenta pronunciar tu nombre.

Y corrí. Apenas quedaba nada de él y cuando pensaba que ya se había ido, le escuché.

—Ayúdame —atisbé a escuchar.

—¿A qué, mi vida? ¿A qué?

—A cruzar la barca —logró pronunciar.

—Sí, papá.

Se consumía la boquilla de mi cigarro.

Espérame en el cielo.