Despedida por todo lo alto del 36º Cartagena Jazz. La mayoría de los músicos suelen comenzar un concierto mostrando sus habilidades, reclamando simpatía. No es el caso de Christian Scott y su ensemble. Salieron casi sin mirar al público y se lanzaron a un número de austeridad presbiteriana, no muy accesible.

Como Wynton Marsalis, Scott piensa que el jazz es la auténtica voz de la cultura afro-americana, pero desdeña la idea de que el swing sea la esencia. Tras haber mezclado la sofisticación del jazz, la actitud del hip-hop y la crispación del rock alternativo, el trompetista de Nueva Orleans ha dado un gran salto con su nuevo álbum, Stretch Music, que también es el nombre de su sello discográfico, y se refiere a una música clara e insistente a la que no llama 'jazz', pero que recoge influencias básicas del jazz, al que acaba moldeando como algo nuevo. En eso ya estaba Miles Davis, con quien le han comparado.

A Scott le atraen especialmente los elementos africanos -rítmicos y de todo tipo-: hace unos años añadió a su nombre el de dos ciudades de Ghana, aTunde y Adjuah, para reivindicar su pasado. Según él, a su sonido le faltaba el elemento histórico. La clave de esta nueva banda es la percusión panafricana a cargo de Joe Dyson Jr., un magnífico baterista, que incluye tambores de África occidental dentro de una batería customizada; las vibraciones de la batería van a la par con los samples generados por pads de percusión, que son de rigor en los círculos del hip hop y el rap, aplicándole a la música una fuerza palpable.

Las piezas, en general, fueron concisas, sin solos prolongados, aunque Scott aprovechaba sus momentos más libres, como cuando soplaba con fiereza en West of the West. Sabe conjugar melodía y drama, pero lo que más engancha es que todo parezca una conversación entre los músicos de la banda.

Seguro de sí mismo (vacilón, como dicen en el mundo del hip hop) y gran contador de historias, su energía positiva no exenta de arrogancia por poco hizo añicos la sala. Su banda actual es joven, vigorosa y rebosa actitud: Lawrence Fields, piano; Kris Funn, bajo; Braxton Cook, saxo alto; Corey Fonville, batería y Elena Pinderhughes a la travesera. La flautista, con sus maravillosos fraseos, aéreos y livianos, casi le robó el show, dado el tiempo que Scott pasó sobre el escenario sin estar tocando (15 minutos presentando a los miembros de la banda son demasiados, incluso si el batería suplantó a su abuela para conseguir el puesto).

Vestido con una sudadera y llamativas 'zapas', Scott y su banda, talentosa a más no poder, tocaron una energética y aplastante mezcla de jazz y hip-hop que él llama 'stretch music' Hubo ritmos hip-hop y bailables sobre atmósferas ligeramente psicodélicas; también jazz puro y directo, con acompañamiento propulsor del contrabajo, y teclados extremos, sobrevolados por la trompeta dispersa y nervuda de Scott, abriéndose paso entre las notas del bajo. La pieza más destacada fue The Last Chieftain, un homenaje a su abuelo. La 'stretch music' busca 'estirar' las convenciones del jazz para abarcar lenguajes musicales de otras culturas, en este caso del Bayou. Cuando toca a todo volumen su trompeta torcida (que recuerda a la de Gillespie), Scott es descarado y estridente, pero cuando se tranquiliza rodea cada nota con aliento de Nueva Orleans. Sus solos van del suspiro a la estridencia o explotan directamente. En la forma, sigue el modelo tradicional de tema y variaciones; los arreglos se ciñen a lo esencial, pero hay combinaciones rítmicas para satisfacer el paladar más exigente y ávido de jazz moderno.

El concierto que dio el 'joven dios del jazz' fue magistral, sin renunciar a pisar el acelerador, con un comienzo eléctrico, mezcla de oscuridad y luz, desesperación y optimismo, plagado de intensidad, flow y riesgo, pero también de sutileza. Se pasó en un suspiro, dejando una sensación de «aquí se cuece algo importante». Scott y sus músicos también aprovecharon para anticipar música de una próxima trilogía de álbumes que publicarán para celebrar en 2017 el centenario del primer disco de jazz, incorporando motivos de unidad e identidad tribal que ha convertido en su sello distintivo, y en el tema principal de las historias que contó entre pieza y pieza. El jazz contemporáneo está en buenas manos (¿alguien ha comprobado si se abrieron grietas en el edificio?)

Por una vez, Madeleine Peyroux parecía estar pasándolo bien con su austera banda, que le da la réplica perfecta; sin ansiedad ni silencios incómodos. Vino a presentar Secular Hymns, que se aventura en todas direcciones, desde los orígenes de la canción americana (Stephen Foster) a la poesía 'dub' (Linton Kwesi Johnson), con ese título que enfatiza el poder de las canciones, y más si reciben el toque Peyroux.

Es raro encontrar a alguien que insufle tanta vida a las letras. Peyroux expresa emociones y sentimientos con esa capacidad natural suya para contar historias. Nadie es inmune a esos tonos lánguidos y dulces de las canciones que elige hacer suyas. No hay nada forzado. Además la percibes increíblemente cómoda, y eso la acerca aún más. La iluminación suave y la sencillez de la banda, tan juntitos los tres sobre el escenario, contribuyeron al ambiente cálido y cordial. Barak Mori al contrabajo y Jon Herington a la guitarra fueron elementos clave para el éxito del concierto, y tuvieron sus momentos de expansión.

Madeleine eligió un repertorio que incluyó temas de Tom Waits (Tango till they're sore), Joséphine Baker (J´ai Deux amours), o la sobrecogedora elegía de Leonard Cohen sobre el Holocausto (Dance Me To The End Of Love), y se zambulló en la bossa (Agua de beber) como si de un viaje al pasado se tratara, en un ejercicio de naturalidad (¿y de escepticismo?) muy minimalista, como si cantara para evadirse en un fuego de campamento.

Madeleine echó mano en ocasiones de un ukelele, y tocó algunas canciones ella sola. Esas versiones acústicas revelaban todo su talento: ser capaz de cautivar a una sala llena con solo la voz y una guitarra es impresionante.

Conexión con el público

A mitad de concierto reconoció que no es precisamente famosa por hacer canciones alegres, cosa que intentó corregir con una risueña versión de Getting Better, pero la ironía era que, fuera o no alegre lo que tocara, su conexión con el público y su buen humor hicieron la velada aún más agradable. Los tres músicos eran conscientes de su saber hacer y no necesitaban solemnidades de ceño fruncido: no se tomaban demasiado en serio a sí mismos; sabían divertirse con la música y hacer partícipe al público, lo cual no impedía que muchas veces las canciones te tocaran hondo. Por eso mismo dijo ella que «en tiempos difíciles necesitamos divertirnos más que nunca».

También hubo referencias a la actualidad política, sobre todo a Trump, a quien dedicó, Hello Baby un viejo blues de despedida. «Hola cariño, lo siento pero no dejaré que me estropees más la vida», decía, más que cantaba, aguantando cómicamente un teléfono imaginario junto al oído. De hecho, el jugueteo espontáneo y la manipulación melódica estuvieron a la orden de la noche, demostrando su alto magisterio musical.