Carmen Posadas (Montevideo, 1953), la que fuera en los años noventa una de las notables de aquello que se llamó la beautiful people, las caras guapas de un socialismo que se encaminaba hacia su ocaso más turbio, es hoy sólo una autora de libros variados que cumple con destreza con las exigencias que impone la mercadotecnia editorial.

¿Por qué el interés por la novela policiaca?

Pequeñas infamias, la novela con la que gané el Premio Planeta (1998), también era policiaca. Es un género que me divierte, me gusta montarlas, construir ese aparato que tiene que funcionar como un reloj. Pongo mucho interés en que así sea porque como lectora de este tipo de historias me frustra muchísimo cuando empiezas una novela que te parece fantástica, te quedas hasta las cinco de la mañana leyéndola y la resolución es una estupidez tan grande que te apetece matar al autor y reniegas de las horas de sueño perdidas. Por ello trabajo mucho los finales.

¿Qué particularidad tienen sus novelas policiacas con respecto a lo que es canon del género?

Las mías son deliberadamente parecidas a la novelas inglesas. Las nórdicas que ahora están tan de moda carecen de sentido del humor, a diferencia de las inglesas. Creo que, como decía Evelyn Waugh, la mejor manera de hablar de las cosas serias es hacerlo en broma, y en Invitación a un asesinato se abordan temas como la eutanasia, adopciones que fracasan y otros asuntos escabrosos envueltos en el souflé del humor.

Con toda su producción detrás, ¿cómo encaja el que haya quien considere su dedicación a la literatura una suerte de terapia ocupacional?

Después de haber escrito treinta libros, sería más una obsesión que un pasatiempo. Hace mucho que nadie me dice eso.

¿Suscribe lo que dice Vargas Llosa, que la escritura es el placer supremo?

Sí. Para mí, escribir es algo maravilloso y a la vez como un mal amor, eso de «ni contigo ni sin ti tienen mis males remedio, contigo porque no vivo, sin ti porque yo me muero». Por un lado, es el placer supremo porque, al fin y al cabo, el novelista es dios y puedes hacer lo que quieras, dar la vida, quitarla, crear situaciones que no existen...

Pero también tiene una parte de sufrimiento y de trabajo muy arduo.

En su caso, ese trabajo ¿es una tarea diaria, programada, o queda a merced del arrebato?

Onetti le dijo una vez a Vargas Llosa una cosa bastante graciosa: «La diferencia entre tú y yo es que para ti la literatura es como una esposa y para mi es como una amante». Y Onetti explicaba que Vargas Llosa es una persona organizada, disciplinada, con sus horarios, mientras que él era totalmente anárquico. Yo estoy más bien en la línea de Vargas Llosa. Para mí la literatura no es un amante sino un marido y, a veces, bastante tirano.

Usted tiene un status editorial que le permite, y al mismo tiempo supongo que la obliga, a sacar un libro cada dos años.

Por eso digo que la literatura tiene para mí algo de marido tiránico. Como, al fin y al cabo, yo soy mi propia jefa, podría sacar un libro cada cinco años. Uno al año no, porque no puedo escribir tan rápido. Pero me exijo bastante a mí misma y cuando termino un libro empiezo a pensar en otro. Cuando estás escribiendo, es un período desasosegante, se pasa mal, te asalta el miedo al bloqueo o a la página en blanco. Pero cuando no escribo tampoco estoy contenta. Prefiero la tiranía de la escritura al vértigo de no escribir.

Usted tiene circunstancias vitales que en la década de los noventa del siglo pasado la colocaron en el centro de sucesos nacionales y marcaron una época tormentosa. Como mujer de Mariano Rubio, vivió en primera línea la caída del entonces gobernador del Banco de España por el ‘caso Ibercorp’. ¿Qué perspectiva tiene de aquellos momentos?

A mí me queda una gran sensación de impotencia. Viví algo que sabía que era una injusticia y lamentablemente, en los juicios públicos, a diferencia de los que se desarrollan ante los tribunales, uno es culpable hasta que demuestre lo contrario, lo que a veces resulta difícil. Pero a la vez que sentía esa impotencia tenía muy claro que tarde o temprano todo se pondría en su lugar, como así ocurrió. Cuando se resolvió el juicio de Ibercorp se demostró que no había nada. Lo malo es que mi marido murió y yo creo que murió del disgusto.

Pero en un proceso como fue aquél, al final el nombre de Mariano Rubio queda ligado para siempre al ‘caso Ibercorp’ y muchas veces será lo primero que se recuerde, si no lo único.

Como digo, el tiempo todo lo pone en su lugar. Primero quedó en evidencia que no había nada y, segundo, hay una especie de justicia poética. La crisis actual mostró la solidez del sistema financiero español mientras que produjo un efecto dominó que llevó a la quiebra a cuatro o cinco bancos en el mundo. Aquí no pasó eso gracias a los mecanismos de seguridad que se instauraron en la etapa de Mariano Rubio al frente del Banco de España. Ahora, cuando se analiza la crisis, hay quien recuerda ese mérito suyo, lo cual me alegra mucho. Por eso digo que, aunque a veces tarde, el tiempo todo lo pone en su lugar.

Usted vivió, en los noventa, otra crisis financiera al lado de quien entonces era la máxima autoridad monetaria. ¿Qué recuerda de aquel momento?

Aquello era una brisita comparado con el actual vendaval. No lo recuerdo como lo estamos viviendo ahora en absoluto. Ésta es la gran crisis.