«Fernando Alonso ha roto el motor», escuché el domingo en la Redacción. En el peor momento. Justo cuando la carrera entraba en la fase decisiva y tenía opciones reales de alcanzar el podio con el derecho a luchar por algo más. Eso es de lo que hablaban por la televisión, porque, al igual que ocurrió en miles de sitios, estábamos pendientes de una competición que en la vida hubiera durado más de cinco minutos en cualquier salón. Me levanté, fui hacia la tele y ahí estaba el monoplaza naranja con el 29. Aminorando la marcha por culpa de un humo blanco -en el mundo del motor todas las fumatas son malas pero si son de ese color significan que tienes que volver a 'casa' andando- que dejó de nuevo al asturiano con las manos vacías. Aunque más tarde te das cuenta de que no es así. Alonso demostró que es humano, que puede que en los últimos años no haya estado en el coche adecuado a la hora adecuada, pero que cuando coge un volante pocas veces se equivoca. Nos mostró que hasta para dar vueltas en círculos -en óvalos, perdón- hay que tener talento, manos y una cabeza que pueda tomar decisiones a 370 km/h más correctas que los demás. Lo volvió a hacer de la misma forma que hace doce años nos acostumbró -a algunos- a las comidas familiares con paradas en boxes. Y entonces es cuando el reconocimiento comienza a tener más valor que cualquier título, aunque para un campeón los 'likes' o los corazones no tengan el mismo sabor que el champagne del podio.