Dicen los que saben que una buena foto debe tener buen encuadre, buena luz, y buen enfoque. Los tiempos en que conseguir esas tres cosas a la vez era un imposible han quedado lejos; encuadrar, medir, enfocar, era toda una proeza que obligaba a tirar -nunca mejor dicho- docenas de fotos consumiendo carretes y celuloide para luego encerrarse en cuartos oscuros llenos de luz roja, inundados por aquellos líquidos con sus penetrantes olores tan intensos como característicos, que nariz arriba se instalaban hasta varios días después en el mismo centro de la pineal.

La magia de permanecer estáticos, en silencio ante la callada ampliadora, con la mirada fija y cómplice en el pasado recién ocurrido, a un paso entre la memoria del disparo y la sorpresiva imagen que emergiendo de la nada y aferrándose al papel se rendía al líquido revelador y dejaba mostrar todo su esplendor o todo nuestro fracaso, luego el fijador salvaba a las primeras de la papelera de imposible reciclaje donde acabarían irremediablemente las segundas. Cuando coincidía con la memoria del disparo, alcanzando el objetivo que el fotógrafo pretendía, es que el tiro había hecho diana y el escalofrío estaba garantizado.

Hoy la técnica ha universalizado el medio y nos parece mucho coste tener que bajar la cabeza a la pantalla del móvil para ver qué tal hemos salido, porque el enfoque, la luz, el color y el encuadre está del todo garantizado. Así cualquiera se hace fotógrafo, aunque aún estemos muy lejos de aproximarnos a lo que el ojo humano es capaz de procesar cuando recoge esa luz que transporta las imágenes, que no hay cámara que pueda asomarse ni de lejos por muchos rangos dinámicos, miles de puntos de medición simultánea o lentes y cristales que pongamos rendidos a la rapidísima velocidad de enfoque, sigue siendo imposible acercarnos a la perfección de nuestra propia mirada.

Es verdad que hoy casi todas las cámaras están al alcance de casi todos, igual que todos los móviles, y un buen fotógrafo ya no es quien enfoca, encuadra o ilumina bien, porque lo hacen nuestros cacharros con poca ayuda, ahora ser fotógrafo es otra cosa: se trata de transmitir, de recrear, de colmar los sentidos generando sensaciones que ni estando allí seríamos capaces de despertar; esa es la verdadera fotografía y ahí es donde pocos fotógrafos, sólo los maestros, se vienen arriba.

Eso le pasa a Juan Manuel Díaz Burgos, que domina ese arte, y aun siendo el arma de disparar la misma para todos, él se crece, pone distancia con sus geniales diferencias y sigue ganando las batallas del gran artista que es. Cartagenero, con cientos de exposiciones a sus espaldas en Francia, Argentina, Japón, Cuba, Alemania, EEUU, desde las mejores salas de Chicago a las de Madrid, autor de libros, ensayos, pero sobre todo comprometido con lo que más le gusta hacer, con ese don para dejarnos ver lo que no seríamos capaces de ver sin sus disparos, sin su mirada fugaz previa capaz de seleccionar magistralmente y a velocidad de vértigo lo que quedará luego grabado para siempre, como homenajes únicos a instantes irrepetibles.

Reconocido en medio mundo y a la vez de aquí mismo, de la calle del Ángel, cercano como siempre, dejándose la piel por su tierra y para su tierra y regalándonos sus obras, sus fotos. Hasta el 2 de abril en el Muram y en el Palacio Molina nos enseña sus recuerdos en un magnífico trabajo combinado donde recoge trozos de pasado convertido en presente con vida propia, deslizándose por la segunda mitad del siglo XX, mezclando infancia y neorrealismo como sólo él sabe hacerlo. Un privilegio a nuestro alcance que durará unos pocos días, como cada imagen, que cuando somos capaces de percibirlas ya se han convertido de nuevo en pasado. No den tregua, que se escapan.