La tendencia actual de todas las legislaciones europeas es incluir en sus definiciones de maltrato animal no solo aquellas conductas que menoscaban la salud de los animales, sino también las omisiones en el deber del cuidado del animal y que tienen idénticas consecuencias para la salud de las mismas. Se trataría del maltrato por omisión, una cuestión evidente que, sin embargo, no está exenta de polémica.
Por eso, ante casos de denuncias por maltrato por inobservancias graves en el cuidado de los animales, es frecuente que se caiga en la tentación de argumentar que, para que exista maltrato penal, debe haber una acción violenta directa, circunscribiendo los hechos en los que esta no se da al mero nivel de las sanciones administrativas.
Si eso fuera así, quedarían fuera del ámbito penal todas aquellas omisiones del cuidado de los animales, con independencia de que de las mismas se deriven daños graves. Para darse cuenta de lo absurdo de dicho planteamiento, cabe recordar que uno de los malos tratos más frecuentes es el que se produce cuando un animal fallece de hambre porque el dueño no le pone de comer.
Por tanto, es importante que la legislación penal se adecue a esa realidad y la regule como merece, para que nadie pueda escaparse de su aplicación por una inadecuada interpretación de la misma. Igualmente, también es conveniente regular la responsabilidad del propietario de un animal sobre aquellos tratamientos que, ante una enfermedad, su animal pueda necesitar.
A lo largo de los años he visto a muchos perros portar en su cuello un tumor del tamaño de una pelota de fútbol, ser rescatados repletos de gusanos y garrapatas o padeciendo avanzadas leishmanias sin haber recibido nunca tratamiento alguno. Al margen de las multas que todo ello pueda acarrear, deberían quedar claramente establecidas las responsabilidades penales derivadas de todas esas conductas o, mejor dicho, de esas no conductas porque, al fin y al cabo, no haberlos llevado nunca al veterinario también puede constituir un maltrato.