Existe una historia popular que relata el paseo de un joven que, de pronto, caminando, se encontró con un cementerio repleto de tumbas. Sin temor y reconfortado por la paz del lugar, comenzó a leer la inscripción de cada una de ellas.

Una decía: «Murió a los ocho años, tres meses y dos días». Otra: «Murió a los diez años, cuatro meses y cinco días». Extrañado, siguió leyendo hasta que, aterrado, descubrió que todas pertenecían a niños. Desolado por el descubrimiento, se puso a gritar sin darse cuenta que ya no estaba solo, un hombre alertado por sus lamentaciones se había acercado para comprobar que ocurría. «¿Tiene algún familiar enterrado aquí?», le preguntó.

El joven negó con la cabeza mientras, entre sollozos, comenzó a hablar: «Nunca había estado en un cementerio de niños. Estoy impresionado. ¿Por qué los entierran separados de los adultos?». El hombre, sonriendo, le dijo: «No, no es así. Verá, aquí guardamos una vieja tradición. Cuando nacemos nuestros padres nos cuelgan del cuello un cuaderno, una especie de diario que llevamos toda la vida. En el apuntamos el tiempo en el que nos sentimos felices. Cuando morimos, solo contamos ese tiempo como vivido. El resto no existe».

Siempre recuerdo la anterior historia cuando visito algún refugio de animales abandonados y mi mirada se cruza con las de los perros y gatos abandonados que en ellos viven. Al verlos, me resulta inevitable preguntarme cuánto tiempo habrá llegado a ser feliz cada uno de ellos a lo largo de su vida.

Me imagino que, para algunos, las únicas semanas felices serían aquellas que pasaron junto a sus madres al nacer. Suelen ser perros y gatos huidizos y desconfiados que no viven, sólo sobreviven muertos de miedo.

Para otros, por el contrario, su felicidad se prolongaría durante los meses o años que vivieron con sus familias humanas hasta que fueron abandonados. Son animales tristes y cariñosos, que se derriten porque te acerques a sus jaulas.

Sin embargo, existe un tercer grupo que, si cabe, tuvo aún peor suerte. Lo formarían aquellos cachorros que, al nacer, fueron introducidos en bolsas de plástico muriendo asfixiados, ahogados en cubos de agua o recibiendo por sus dueños un golpe mortal a modo de bienvenida. En esos casos tan dramáticos, sus vidas, por no tener, no tuvieron ni un solo segundo de felicidad.