No me importaría ser enero para volver a sentirte ladrando a mi lado. Echo de menos escucharte pedirme que te saque a pasear y notar el movimiento oscilatorio de tu rabo mientras te pongo la correa. Daría lo que fuera por salir contigo al campo y volver a verte esquivar la lluvia o el frío, olisqueando el viento.

Tampoco me negaría a ser febrero para verte de nuevo, hecha un ovillo, acurrucada en tu camastro protegiéndote del aire que, a ráfagas, se cuela por la rendija de mi ventana mientras que, con tu pata, me pides que no deje de acariciarte el pelo.

Incluso abrigaría la esperanza de ser marzo para perderme una vez más contigo por la primavera que se respira en la ciudad y recorrer esos rincones que, pese a que los hemos compartido mil veces, siempre huelen distinto para ti.

Pero, por favor, no me pidas que sea abril. Déjame que lo olvide. Aún tengo el recuerdo de volver contigo a casa, tras sentir el olor a incienso de la Semana Santa e impregnarnos del azahar de los primeros naranjos. Ese olor ya siempre será el nuestro. El de nuestro último paseo por la vida.

Ahora, ya ves, tendré que aprender a vivir sin ti. Decidiste dejarme una madrugada. Es verdad que ya estabas muy mayor, pero no podía imaginarme que algún día me dijeras adiós. Me imagino que los años te obligaron a marcharte y, aunque tú dejaste que te llevaran, debiste decidir no irte muy lejos de aquí porque, no hay un solo día que yo no siga sintiéndote cada mañana cuando me despierto y cada noche al dormir.

Las cosas son así, la vida nos unió ahora nos separa. No pasa nada, mi corazón será para siempre tu casa y yo seguiré adelante, quizás, quien sabe, incluso dentro de un tiempo llegue otro perro que de nuevo me enseñe lo que es la felicidad y, por fin, me haga perdonar al mes de abril.