Hombres, perros, gatos, rinocerontes o, incluso, tiburones, respondemos de idéntica forma al peligro, nos invade el miedo.

Cuando un zorro intuye la cercana presencia de un humano, se queda frío e inmóvil. Durante esos instantes, su respiración y su ritmo cardiaco bajan y se hacen más lentos. Sus pupilas se dilatan, sus músculos se tensan y su presión arterial se dispara. A partir de ese momento, sin querer, comienza a temblar. Mientras tanto, en el interior de su cuerpo, de forma involuntaria, comienzan a producirse multitud de reacciones químicas cuyo objetivo es preparar a su cuerpo para lo todo lo que puede ocurrir.

Una vez superada la fase inicial de parálisis, analiza en cuestión de segundos la situación. Si el peligro permanece, tendrán que elegir entre dos opciones. Su cerebro será el encargado de decidir entre ambas. Si actúa la parte más primitiva de este, la amígdala, su reacción será el enfrentamiento y peleará por sobrevivir. En caso contrario, decidirá huir. Entonces, la química generada durante el tiempo que ha permanecido inmóvil hará su efecto. Una compleja molécula llamada ATP le proporcionará una carga extra de energía que le ayudará a coger velocidad al comienzo de su huida. A esta molécula se unirán otras sustancias químicas liberadas por el organismo como la adrenalina, el cortisol o la glucosa. Todas doparán al animal. Sin embargo, el tiempo correrá en su contra. El efecto de esas sustancias será limitado y desaparecerá rápidamente. Al hacerlo, llegará el agotamiento y puede que, incluso, la muerte por estrés.

El mecanismo es idéntico y se repetirá una y otra vez ya sea un león, un tigre, un oso o un humano que se enfrenta a una guerra o al peligro de un atracador. Es un hecho, el miedo mata a más de 45 millones de animales y a cerca de 1 millón de personas cada año. Psicólogos y psiquiatras buscan remedios y aplican terapias para ayudar superarlo pero no para eliminarlo. Entre otras cosas, porque saben que aunque el miedo acaba con muchas vidas, también las salva.