n metro cuadrado, ese es mi hogar. Siempre, desde que recuerdo, he vivido en un pequeño balcón de un piso.

A cada lado tengo una pared. Enfrente un edificio y, detrás, una puerta cerrada que cada día se abre para dejarme un poco de agua o algo de comer.

Antes intentaba empujarla y entrar. Quería compartir mi frío y mi soledad. Pero a fuerza de golpes me enseñaron a no hacerlo y ahora solo pensarlo me hace temblar.

Mis días comienzan al amanecer, cuando el sol despunta sobre la casa de enfrente y yo me levanto de la esquina donde cada noche duermo. Entonces me estiro y comienzo a moverle el rabo a sus rayos que me calientan.

Luego espero a que las calles se llenen. Los conozco a todos: al cartero, a los niños que acuden al colegio y al tendero de enfrente, que cada mañana me llama mientras con la cabeza se lamenta al ver dónde vivo.

A mediodía comienzo a ver pasar también a otros perros. Pasean al lado de sus dueños. ¡Me encanta! Les veo oler, jugar con otros animales y correr por el placer de correr.

Yo les ladro, les llamo: «¡Hola, soy vuestro amigo!» Y ellos me contestan: «¡Baja a jugar con nosotros!» Pero, ladrando, les digo que no puedo. Entonces siempre hay algún vecino que se queja a gritos y dice que es una vergüenza, que va a llamar a la Policía. Yo le miro deseando que lo haga y me saquen de aquí, pero, por alguna razón, nunca llama nadie.

Después comienza a atardecer. La puesta de sol achicharra mi piel mientras intento buscar refugio tras unos cartones esperando que llegue la noche.

Y, finalmente, llega. La ciudad oscurece. Hace frío. Tumbado, acurrucado sobre una esquina de mi balcón, sueño con cómo será mañana. Quién sabe, quizás salga de aquí. Puede que, por fin, llegue la hora de comenzar a olvidar que, durante muchos años, un metro cuadrado fue todo mi hogar.