Nunca he acabado de entender el funcionamiento de esos famosos bancos de favores. Sé que son una especie de sucursal invisible, permanentemente abierta, en la que cada uno tiene su propia cuenta imaginaria en la que anota todo lo que da y recibe, ya sea material o espiritual.

Por eso, en la contabilidad de la misma, como en todas, existe un debe y un haber. En un lado se van apuntando los favores y buenos sentimientos que uno va teniendo a lo largo de su vida con la idea de que algún día les sean devueltos. Mientras tanto, en el otro, se anotan aquellos que uno recibe y que, más tarde o más temprano, deberá también devolver.

Lo primero que no me gusta de ese banco es precisamente eso, que sea un banco, es decir, que confunda continuamente dar con prestar. No creo, por ejemplo, que en el mundo de los sentimientos se pueda prestar nada. No es posible dar ‘te quieros’ de saldo con anotaciones de embargo. O se dan o no se dan.

Sin embargo, en el mundo de los perros y gatos abandonados hay muchos de estos últimos. Personas que, mientras los dejan en una jaula deshaciéndose de ellos, te explican que los quieren mucho. Curiosa forma de amar.

Me parece muy injusto porque, sin duda, todos esos animales hicieron grandes depósitos en las cuentas de sus dueños. Depositaron en la columna del haber lealtad y cariño, haciéndoles ingresos millonarios en compañía y amor.

Pero, desgraciadamente, solo fue el perro o el gato el que hizo ingresos. Solo él sintió un amor inmenso por aquel al que consideraba su amigo. A cambio, sus dueños les devolvieron abandono y olvido.

Por eso, cada año un buen número de dueños anulan sus cuentas en ese imaginario banco, cierran sus depósitos hundiendo el alma y la confianza de tantos y tantos animales que reciben de sus familias como único extracto y finiquito el hecho de ser abandonados.