La vida de muchas mariposas solo dura un día.

Al amanecer, sería como una niña recién llegado al mundo. Exploraría los rincones que esconden los pétalos de las flores, se ducharía con el rocío de la madrugada y bailaría para el nuevo sol.

Más tarde, a media mañana, ya tendría como siete años humanos y empezaría a abrir sus alas al mundo.

El medio día la convertiría en una joven enamoradiza que, soñando con amores imposibles, revolotearía alrededor de las rosas y los claveles.

Al atardecer, por el contrario, su cuerpo sería ya como el de una persona madura seducida por el suave olor de la primavera.

Sin embargo, al anochecer, envejecida por el paso del tiempo se recogería en una esquina recordando todo lo vivido en un solo día.

En solo 24 horas concentraría todas sus pasiones, su amor, sus juegos, sus decepciones, sus esperanzas y, al final, su muerte.

Muchos pensaran que es una vida muy corta pero, sin duda, por su intensidad cada minuto de ella mereció ser vivido. En realidad, hay personas que, a lo largo de todos los años que conforma su vida, vive menos que cualquier mariposa porque vivir no es solo respirar.

Desgraciadamente, he visto a muchas de ellas dejar a sus animales en albergues o refugios sin mirarles a los ojos pero mirando a los tuyos. Supongo que buscan con sus excusas tu perdón en vez del suyo. Son ‘posturetas’ del sentimiento, siempre ajenos a los remordimientos, que gustan mucho de utilizar el ‘yo’ y muy poco la palabra ‘tú’.

Por eso, creen ilusamente que cuando los abandonan y se marchan dejándoles en una jaula les espera el resto de sus vidas, pero se equivocan. Tras ese cruel acto solo encuentran abismo. Al fin y al cabo, por jóvenes que sean y por muchos años que les queden por cumplir, no volverán jamás a disfrutar en su vida de un solo día completo porque, en realidad, hace tiempo que olvidaron que vivir es sentir.