Me encanta el teatro. La última vez que fui, vi una obra cuya reflexión final me dejó enganchado. Uno de los actores dijo que le gustaría volver a ser niño porque, en la infancia, todas las heridas se curaban con tiritas. «¡Qué gran verdad!», pensé.

Días más tarde, di una charla al aire libre en la Universidad. Una de las pocas presenciales que han dejado celebrarse. Hablé del tráfico de especies, del maltrato y, por supuesto, del abandono de animales de compañía.

Al terminar, se acercó una persona. Me dijo que era profesor y que, desde hacía tiempo, quería conocerme. Me explicó que le encantaban los animales desde niño. Entonces, bajó la mirada y me dijo: «¿Sabes? Yo sé lo que es abandonar a un perro. Se llamaba Lucas. Lo trajo mi padre y, aunque yo sólo tenía 6 años, lo recuerdo perfectamente. Era precioso pero a mi madre no le gustó. Dijo que no lo quería en casa y mi padre, harto de discutir, al final le contestó que hiciera lo que quisiera».

-¿Y qué pasó con él?- le pregunté.

-Un lunes por la tarde, después del colegio, mi madre vino a recogerme en el coche con Lucas. Tras subirme, condujo hasta un lugar alejado donde paró y lo sacó fuera. Yo también iba a bajar, pero ella no me dejó. Arrancó el coche y se marchó a toda velocidad. Por el cristal lo veía, desesperado, perseguirnos corriendo. Le pedí a mi madre que, por favor, parara, pero no lo hizo. Tras unos minutos, dejé de verlo. Nunca se me olvidará. Muchas noches, en sueños, vuelvo a verlo correr hacia mí.

Le miré a los ojos sin saber qué decirle. Le apreté el brazo intentando consolarle y, con el corazón encogido por su relato, le conté la obra de teatro a la que había ido y le di las gracias por demostrarme que era mentira, que también en la niñez hay heridas que nunca curan.