os humanos tenemos un gravísimo problema. Desconocemos el sentido de algunas palabras. Confundimos ser con parecer, vivir con sólo respirar o, por ejemplo, dar con prestar. No es lo mismo.

Este último caso es, quizás, el más claro. Nos pasamos el día hablando de lo que damos. Decimos: «Fíjate, con todo lo que yo he hecho por él o por ella, con todo lo que le he dado y, sin embargo, así me lo paga ahora». Otras veces, por el contrario, se lo reprochamos directamente al interesado diciéndole: «¿Te acuerdas de cuando yo te di esto o lo otro? Pues ahora quiero que tú hagas por mí esto o lo otro».

¿Se dan cuenta? Son frases en las que utilizamos la palabra «dar» cuando, en realidad, lo que hacemos es «prestar». Dar es regalar y olvidar lo que se dio. Lo demás son créditos con intereses sujetos a derecho de devolución.

Los animales, sin embargo, saben bien cuál es la diferencia. Regalan amor sin importarles la respuesta de aquel que recibe sus lametazos. Lo dan porque lo sienten y punto. No necesitan que el sentimiento sea mutuo. Les da igual. Dicen con su cuerpo y sus ladridos «te quiero» sin esperar respuesta alguna. Mueven su cola de alegría aunque aquel al que reciban contentos los aparte de un manotazo. Los animales son así.

Cuando un perro o un gato es abandonado y se pasa meses o quizás años en una triste jaula esperando ser adoptado, todo ese tiempo no lo vive odiando o guardando rencor alguno a aquella que fuera su familia. Al contrario, lo hace sintiéndose culpable por haber sido abandonado. Sólo piensa en qué haría mal para merecer ese castigo.

Quizás por eso, cuando alguien de nuevo los adopta, lo primero que comprueba es que, en todo caso, el abandono lo único que hizo fue ensanchar aún más el corazón de cada uno de ellos.