Queridos Reyes Magos, ¿os acordáis de mí? Soy ese cachorro que convertisteis en obsequio el año pasado. No se me olvidará nunca. Fue increíble. Amanecí la mañana del seis de enero en una nueva familia.

Mi primer día fue genial. Todos se peleaban por estar conmigo. Me decían cosas muy bonitas y hacían turnos para sacarme a pasear. Pero aquello duró poco. Al cabo de varias semanas, desapareció el cariño y llegó el reproche.

Cuando cumplí seis meses de edad, ya era casi un perro adulto, pero cuanto más crecía, más se reducía mi espacio. Yo quería correr y ladrar y jugar, pero ellos sólo me reñían, me castigaban o me ataban. Mi mundo cambió. Pasé de vivir dentro a estar fuera, de dormir sobre la alfombra a hacerlo sobre la tierra.

Y, por fin, llegó el verano. El calor era sofocante y mi cuerpo ardía. Mi piel se llenó de llagas y las moscas se convirtieron en mi única compañía. Como remedio y cura, decidieron encerrarme dentro de una perrera. Allí me convertí en invisible para ellos.

Sin embargo, supongo que mi olor les llegaba y molestaba porque, un día, tras quejarse, me subieron a un coche y me llevaron a un refugio de animales abandonados, donde me acogieron y me ofrecieron una jaula a compartir con otros perros que, como yo, fueron también abandonados por sus dueños.

Si visitáis alguna vez un albergue, podéis verme, quizás os acordéis de mí, aunque, en realidad, soy cualquiera. Ese cruce al que dejaron porque había crecido mucho o aquel otro al que abandonaron porque molestaba. Por poder ser, puedo ser hasta ese gato callejero que, a fuerza de miedo, se ha acostumbrado a vivir sólo de noche y siempre escondido.

Todos fuimos regalos de Navidad que, pasados los primeros meses, acabamos abandonados como basura.

Por eso, Majestades, os pido que este año no dejéis animales de compañía como regalo, acordaos de que estamos llenos de vida. Tiempo habrá para adoptarnos en enero. No es una decisión que deba tomarse a la ligera. Nuestro futuro depende de ello.