Hubo un pueblo que se hizo mayor. Sus habitantes fueron cumpliendo años y niños y jóvenes se marcharon de allí. Un día, el alcalde reunió a los vecinos.

-Como sabéis, no hay niños en el pueblo. Se nos fueron todos. Ya no se oyen sus risas ni juegos. Nadie canta ni corre porque sí. Nadie pregunta el porqué de las cosas. Nos hemos hecho mayores y nos hemos quedado solos. Esa es la realidad. Así que he pensado en escribir una carta a los Reyes agradeciéndoles sus servicios pero comunicándoles que ya no es necesario que vengan más, porque no hay niños a quien regalar.

A todos les pareció bien.

Al día siguiente, el alcalde escribió la carta y la envió por correo.

Por eso, cuando llegaron las navidades aquel año, una vez celebrada Nochevieja, dieron por finalizadas las fiestas. El 5 de enero fue un día normal. Se despidieron por la noche como siempre, deseándose felices sueños. Pero a las doce oyeron un extraño ruido. Intrigados, acudieron a la plaza mayor. El último fue el alcalde.

-¿Qué ocurre? -preguntó. Todos señalaron a una caja con una carta que había en el suelo. El alcalde pidió silencio y comenzó a leer:

-«Somos los Reyes Magos. Agradecemos vuestro aviso, pero os equivocáis. Sois vosotros los que más nos necesitáis. El problema no es que hayáis perdido a los niños, es que habéis perdido la ilusión. Por eso, tras darle varias vueltas, creemos que lo mejor es enviaros un presente que, como vosotros, también perdió la ilusión. Juntos la encontraréis de nuevo. Por cierto, es un preciado regalo. Sed responsables»-.

El alcalde abrió la caja y, acurrucado en el interior, encontró un perrillo triste, sucio y abandonado que, temblando, comenzó a lamerle las manos.

Cuentan que aquel perro encontró cobijo en el pueblo y llenó de alegría sus calles. Tanto, que todas las navidades acudían niños de poblaciones cercanas a jugar con él.