Mi vida nunca fue gran cosa. Nací hace años, hijo de una gata callejera y de un padre buscavidas, al que nunca conocí.

Me parieron en la calle, en un pequeño portal que acogió a mi madre. El aire se colaba por las rendijas de los ladrillos, mientras el relente caía sobre su piel y de fondo se escuchaba el sonido de los villancicos. Era Navidad.

Mis hermanos fueron naciendo uno tras otro. El último fui yo. Sin embargo, pese a que mi madre nos lamía apresuradamente intentando proporcionarnos el calor suficiente, el frío y el hambre le ganaron la batalla.

Al final sólo sobreviví yo. El tiempo fue pasando y yo creciendo, un mes, dos, tres y, cuando de verdad empecé a comprender cómo sobrevivir, mi madre se marchó. Me dejó solo. No volví a verla. Había llegado el momento de ser adulto.

A partir de ese momento, mi casa fue un solar abandonado y, mi cuenco de comida, el contenedor de al lado. Muchos días pasé hambre, sed y frío, pero eso no fue lo peor. Una noche, unos chicos me llamaron y, yo como siempre, acudí confiado rozando mi lomo por sus piernas y dejando que sus manos acariciaran mi cuerpo. Pero, cuando me fijé en sus caras, vi que estaban desencajadas. Tuve miedo, entonces. Sus risas eran histéricas y alocadas, un fuerte olor a alcohol lo envolvía todo. Ya no recuerdo más, salvo el dolor de los golpes, los gritos, la sangre brotando de mi boca y, de nuevo, el sonido de los villancicos que, de fondo, impregnaba el silencio de las calles. Había cumplido un año de edad.

Quedé tendido sobre el asfalto. No podía moverme. Me dolía todo el cuerpo.

Al final, unas personas me recogieron y me llevaron a un refugio para animales abandonados en el que curé de mis heridas. Hasta me pusieron un nombre, a mí que nunca había tenido uno, me llamaron Navidad.