uentan que hace tantos años que ya nadie recuerda si alguna vez sucedió, en un remoto lugar recibieron una carta:

«Queridos amigos, espero que os encontréis bien. Desgraciadamente, este año me será imposible visitaros.

Agradezco vuestra hospitalidad de tanto tiempo. Siempre me habéis recibido con los brazos abiertos. Recuerdo que, cuando no teníais nada, me encontraba igualmente vuestras casas repletas de adornos que vosotros mismos confeccionabais para recibirme. Igual que vuestras calles, siempre iluminadas con la luz de las estrellas y animadas por el canto de los vecinos.

Imposible olvidar tampoco vuestros dulces navideños sobre la mesa hechos con lo que había, un poquito de harina, algo de azúcar y mucho amor.

Disfrutaba viendo como compartíais todo.

Pero, poco a poco, las cosas mejoraron para vosotros. O al menos eso creí yo.

Hoy tenéis buenas casas pero siempre cerradas al que lo necesita. Disponéis de lujosos adornos que guardáis celosamente por miedo a que os los quiten. Vuestras despensas guardan los mejores dulces y manjares pero allí caducan sin compartirlos con nadie. En fin, tenéis de todo y no tenéis nada.

Y he de reconocer que, al principio, casi caigo en el engaño. Yo también confundí vuestros brillos con la riqueza, las risas con la felicidad y las palabras amables con la propia amistad, pero ocurrió algo que me abrió los ojos.

¿Recordáis? Fue el año pasado, al final de las fiestas. Una noche escuché a un perro ladrar. Al principio creí que estaría perdido y pensé en el dolor de sus dueños buscándolo, pero pronto descubrí su soledad y su hambre. ¿Qué lugar abandona a sus mejores amigos? ¿Qué significa aquí ayudar, querer o sentir? Y, sobre todo ¿qué significo yo para vosotros?

Así que, disculpadme si este año a casi nadie visito. Sólo acudiré al corazón de aquellos que, de verdad, tengan sitio para mí. Los demás, desgraciadamente, los tenéis repletos de nada».

Fdo.: La Navidad.