En los años 30, uno de los homeópatas más conocidos de la historia, Edward Bach, desarrolló su primera gama de esencias florales. Su objetivo era conseguir interferir en los estados anímicos de las personas a través del olor de las flores. Para ello trabajó con 38 esencias florales, aplicando cada una de ellas a un estado anímico.

En 1936 ya se comercializaban y su desarrollo hasta nuestros días ha sido imparable. Sin embargo, lo que no es muy conocido es que, a principios de los años noventa, comenzaron a aplicarse también a los animales. Para ello, se partió de la idea de que un trastorno psíquico y otro físico están íntimamente ligados.

Por eso, la violeta de agua se utiliza para evitar la tristeza que sufren algunos animales por la separación temporal de sus familias. En esos casos, el brezo también ayuda junto a la achicoria. El primero porque alivia la sensación de soledad, y la segunda porque disminuye la dependencia.

La mostaza, por su parte, es utilizada para evitar la melancolía que, a menudo, sufren a la vuelta del verano cuando regresan a la rutina diaria. Igual que el mímulo, que palia el miedo y la rosa silvestre, que es usada para luchar contra la apatía.

El castaño rojo reduce las manías o aprensiones hacia otros miembros de la familia y el alerce previene la inseguridad. La verbena, en esos casos, es también muy útil porque disminuye la agresividad y la territorialidad.

Por último, la clemátide aumenta la concentración, lo que ayuda mucho en etapas de aprendizaje y adiestramiento.

Lo que está claro es que, si las esencias de Bach desde que fueron presentadas han demostrado su eficacia en el mundo de los humanos, resulta difícil llegar a imaginar el efecto que pueden llegar a tener en un perro cuya capacidad olfativa es cincuenta veces superior a la de una persona.