Imagínense por un momento. La noche africana cubre de calma el sueño de los animales. Varios leones duermen acostados, unos sobre otros, sin más temor que al frío relente de la madrugada.

Dos hembras destacan del grupo por su abultada barriga. La próxima luna, sin más comadrona que su instinto, parirá cada una su propia camada.

De pronto, un ruido les despierta. Del cielo parece llover sabrosa comida. Olisquean la misma. Es carne. Aún está fresca. No lo dudan, comienzan a devorarla con ansia. En el mundo de los depredadores, nunca sabes si el alimento que hoy tienes, lo tendrás también mañana. El hambre nunca perdona.

Al otro lado del muro, varios hombres susurran -¡Ya están comiendo!- dice uno de ellos. Son cazadores furtivos que esta vez han cambiado los rifles por un arma más silenciosa y letal. Sí, la carne que les lanzan está envenenada.

Minutos más tarde, los animales comienzan a caer desplomados. Los hombres se asoman. Los leones se retuercen de dolor en el suelo. Sonríen. El veneno ya recorre sin freno sus cuerpos, mientras la hemorragia interna está haciendo su trabajo.

Saltan dentro. Los animales aún respiran pero sus cuerpos han quedado paralizados. No hay peligro ni tiempo para esperar a que dejen de respirar. Del cinturón desenfundan cuchillos y machetes. No buscan, como otras veces, sus cabezas convertidas en trofeos. Esta vez el encargo es más preciso. Sólo colmillos, patas, garras y hocicos. El comprador, un importante brujo, prometerá fuerza, vigor y agilidad a aquellos que los consuman. Es el mercado que manda y demanda. Sin embargo, el esqueleto de cada uno de los leones aun viajará bastante. En Sudáfrica se venderían a 1.000 euros. No es poco dinero pero, cuando el chamán los envíe a Asia convertidos en pócimas milagrosas, alcanzará cada uno el valor de 60.000 euros. A partir de ahí, sólo resta multiplicar esa cifra por cada uno de los leones caídos. Casi un millón de euros. Es el negocio de la vida o, mejor dicho, de la muerte. No hay piedad cuando el dinero se convierte en crueldad.