Hoy las cosas han cambiado. Ahora el animalismo arrasa como una especie de ola imparable. Sin embargo, ni todo lo que entendemos por animalismo es protección animal, ni todos los que se autoproclaman animalistas lo son.

Para empezar, cuando un movimiento en poco tiempo adquiere tanta fuerza, siempre hay personas que se envuelven con su bandera por simple interés. Cuídense de ellos, son muy peligrosos. Quien se dedica a proteger a los animales no debe buscar cargos, ni suelos de moquetas, ni despachos de parquet. Debe ser feliz, simplemente, paseando a perros abandonados, limpiando cacas en cualquier albergue o quitándoles infestas garrapatas incrustadas en su piel. Así de claro.

Tampoco son animalistas, en mi opinión, aquellos que pasan el día y la noche viajando por las redes, a lomos de teclados, faltando a todo aquel que se cruza en su camino. Se equivocan y mucho. Insultar a aquellos que piensan diferente, ni convence ni protege a ningún animal. Solo crea rechazo hacia estos.

Pero, siendo muy grave todo lo anterior, hay algo que aún me preocupa más.

Verán, es un hecho que muchos llegamos a la protección de los animales con el alma herida. A menudo, lo hacemos decepcionados o en guerra con el mundo. Es normal. Al fin y al cabo, los animales nos acogen sin juzgarnos, nos acompañan sin rechazarnos y saben como nadie compartir nuestros silencios. Sin embargo, eso no nos da derecho, ni mucho menos, a volcar sobre ellos nuestras lesiones.

El animalismo o la protección de los animales, cada uno que elija el nombre que mejor le defina, es una casa en la que, antes de entrar, debemos limpiarnos los zapatos o, dicho de otra manera, dejar fuera frustraciones, ideologías, prepotencias, vanidades, radicalismos, miedos, rechazos, enfados, complejos y hasta envidias, si es que las hubiera, que las suele haber. Solo así podremos ayudarles de verdad. Recuerden, al animalismo no se viene a recibir, se viene a dar.

Otra cosa es que, luego, la magia de los animales funcione como esa mercromina que de niño nos ponían y curaba todas nuestras heridas. Eso sí es saludable y, además, afortunadamente, inevitable.