Conocí a Almudena hace algunos años. Por aquel entonces, ella trabajaba en el Instituto Príncipe Felipe, uno de los principales centros de investigación de Europa. Sus estudios sobre posibles avances en la cura de lesiones medulares y sus experimentos sobre la paraplejia con ratas de laboratorio comenzaban ya a ser muy conocidos.

Vicente Torrent, por el contrario, era veterinario y responsable del comité ético del centro. Su función consistía, principalmente, en velar por el bienestar de los animales y, sobre todo, garantizar que, si no existían suficientes avales científicos, nunca se experimentara con ellos.

El enfrentamiento entre ambos no tardó en llegar. Almudena quería comenzar a experimentar con primates y, rápidamente, buscó y encontró animales para ello. No le faltaron apoyos para conseguirlo. Contaba con una legión de seguidores que la arropaban esperanzados con que ella fuera su cura. Sin embargo, Vicente no veía clara la base científica que sustentaba tan cruel experimento y, tras estudiar concienzudamente el tema con distintos expertos, decidió que, mientras no existieran fundamentos más sólidos, nadie dejaría parapléjicos a aquellos cinco animales.

El asunto, como pueden imaginarse, acabó en los juzgados, que, meses más tarde, dieron la razón a Vicente y al centro, paralizando aquella investigación.

En aquel momento, el Instituto Príncipe Felipe había ganado el juicio, sí, pero, aún tenían un grave problema que solucionar. ¿Qué hacer con Koldo, Georgy, Drac, Junco y Gollum? Ese era el nombre de aquellos cinco primates que, enfermos de puro pánico, necesitaban urgentemente ser acogidos en algún centro especializado. Y así fue como llegaron a nuestro Arca. Nos costó mucho sacarlos adelante pero, cuando los veíamos saltar por su recinto sabiendo lo cerca que habían estado de no poder volver a hacerlo jamás, nos dábamos cuenta de que, sin duda, todo aquel esfuerzo había valido la pena.

Por cierto que, meses más tarde, Almudena me llamó. Se había enterado de que nosotros teníamos aquellos primates y me preguntó por ellos. Le comenté que estaban bien. Entonces, muy seria, me dijo que aquellos primates eran suyos, y yo le contesté la verdad, que nadie es dueño de la vida de nadie. Espero que tomara buena nota.

En fin, ahora todo ha cambiado y, nuevamente, es turno para que la justicia se pronuncie en uno u otro sentido. En cualquier caso, sólo espero que algún día haya cura para todos esos enfermos sin que, por supuesto, nadie les engañe ni les cobre una fortuna por ello. Nada hay más repugnante que hacer del sufrimiento negocio.