Durante décadas, los periódicos españoles se hicieron eco en la cartelera de aquella vieja calificación moral de las películas. Si la calificación era 2, la podían ver todos los jóvenes; las películas de 3 sólo los mayores, y 3R, para mayores con reparos, se suponían aptas sólo para las personas de sólida formación.

Pero luego estaban las de 4, gravemente peligrosas para la moral. Ay, las de cuatroooo, esas sí que eran malas. Aquellas que hacían condenarse a los espectadores para siempre, salvo confesión.

Si un espectador salía del cine después de haber visto ‘Gilda’, ‘Arroz amargo’, ‘La dolce vita… y de regreso a su casa, le caía una teja en la cabeza, iba directo a las calderas de Pedro Botero.

Cuando, a mitad de los años 50, un periodista extranjero entrevistó a Gabriel Arias Salgado, ministro de Información y Turismo, y le recriminó la censura que se ejercía en España sobre las películas, éste le contestó: “Le voy a hacer una revelación: antes de que implantásemos estas nuevas normas de orientación el noventa por ciento de los españoles iban al infierno. Ahora, gracias a nosotros, sólo se condena el veinticinco por ciento de los españoles”.

Si hacemos cálculos, después de tanta precisión, el cine condenaba en los años anteriores a al franquismo a alrededor de 27 millones de españoles, mientras que gracias a la censura franquista, tan feroz siempre con el tema sexual, se había reducido esta cifra de los condenados al fuego eterno por obsesos y libidionosos a 7 millones y medio. Es decir, casi 20 millones de españoles salvados gracias a la sencilla costumbre de no ver tetas ni escotes. Para que luego haya quien hable mal de la censura.