Se han cumplido esta primavera cuatro años de la muerte de Roger Moore. Para algunos, uno de los mejores James Bond (hizo del agente con licencia para matar hasta en siete ocasiones). Pero para mí, y para los que fuimos niños cuando aquella televisión en blanco y negro llena de consignas telediarias y series españolas costumbristas, ha sido y será siempre El Santo. 

Simón Templar, el ladrón bueno y burlón, impoluto, impecable, que se asomaba todos los jueves a las pantallas españolas y al que una aureola blanca distinguía como una especie de santo laico, defensor de los débiles. 

Eran tiempos en los que todos los miembros de la familia veían la televisión juntos (la quiebra de las audiencias era ciencia ficción), pero mientras que en España se hacía Crónicas de un pueblo o La casa de los Martínez, en el extranjero se hacían series tan estimulantes como El fugitivo o El Santo. Cada jornada giraba en torno a la serie del día. Y los jueves eran de El Santo, con sus coches impensables, sus mujeres atractivas y unos malos a los que repartía estopa sin despeinarse.

Recuerdo una canción que cantábamos los niños de mi barrio con repetición cansina y soniquete machacón: «Soy el Santo, soy el Templar, y también el Simónnnn. Niños y niñas, me pueden ver, todos los jueves, a las diez».