Consecuencia de la aparición de las máquinas fue el capitalismo industrial. Antaño el artesano era dueño de sus instrumentos laborales o, cuando menos, ejercía su oficio en un modesto taller, junto a un maestro del que, andando el tiempo y con suerte, se separaba para trabajar por cuenta propia, una vez logrado tan apetecido título. Semejante sistema cambió radicalmente con la introducción de las máquinas industriales, la mayoría de las veces de alto costo. De un lado, hubo que contar con el capital suficiente para adquirirlas y mantenerlas en estado de rendimiento; y de otro, fue necesario disponer de una plantilla de técnicos y obreros para atenderlas. Interviniendo en la producción, separadamente, el capital y el trabajo.

Y como, en general, el volumen de la producción industrial experimentó un exorbitante desarrollo y, con notoria injusticia, los beneficios fueron a parar exclusivamente al capital, llegó a imperar en Europa el régimen económico denominado capitalismo industrial. Su programa fue subordinar a la industria las demás ramas de la economía y buscar zonas de producción de materias primas y mercados adonde exportar los productos manufacturados.

Así, surge una nueva clase social adinerada, por lo general con origen en la burguesía que sustituirá a la antigua nobleza; terratenientes que se dedicaran generalmente y en su eclipse a la producción agrícola.

Los nuevos ricos, y sobre todo sus retoños, sabrán apreciar la buena vida, surgiendo mercados y todo tipo de negocios elitistas. La clase obrera, por el contrario, se verá marginada del desarrollo económico, comenzando de esta manera la pugna por los derechos laborales y sociales. De aquí nacerá el fin de semana inglés, y las vacaciones estivales tan apreciadas por todas las clases sociales para regocijo de esposas, suegras, niños y pluriempleados de otras épocas.