Después de conocernos, de interesarme por su pintura en mi visita a su estudio de la Avda. del Mediterráneo, de Madrid, Agustín Úbeda, pintor muchos años en París aunque nacido en Herencia, en Ciudad Real, me sorprendió con una llamada telefónica. Me pedía un favor, una intervención en un ´negocio´ de faldas. Necesitaba una coartada y que alguien atendiera a una amiga en el Rincón de Pepe, mientras él llegaba. Vino a dar, imagínense, con el galerista idóneo; pintor de primera fila y fraternidad; piezas de un mismo puzzle. Agustín era muy activo, muy aventurero en su vida personal, además, tenía sus años cuando yo lo conocí en los setenta, pero aparentaba quince o veinte menos; estaba por vivir y€ pintar. Le entusiasmaba imaginar eróticamente con espejos en el techo; asemejarse al buda de multiplicados brazos para abarcar amante.

Desde entonces nuestra cordialidad fue entusiasta; me invitaba a su casa estudio -luego en Las Rozas- protegida por la Guardia Civil, porque unos metros más allá vivía Alfonso Guerra; exponía en mi Galería y yo asistía a sus inauguraciones en Madrid. Fue catedrático en San Fernando y para que lo fuera grabé un documental en una exposición antológica suya en Córdoba, lo que le sirvió de algo a su nivel docente.

Sin duda, los años de Francia le influyeron mucho.

Fue adscrito a la última Escuela de París y trabó amistad con Pedro Flores, nuestro recordado pintor murciano. Estaba en el camino artístico que conduce de Clavé a Chagall y, como última estación, Picasso; sin remedio. Tránsito en el que tantos pintores habitan o habitamos, permítanme la soberbia del caminante con rumbo.

En una noche inolvidable en La Puerta Falsa, me recordaba sus años posteriores a la segunda gran guerra en la capital francesa, asegurando que su cobardía advertía siempre en cualquier instancia, que no se haría el héroe en ninguna circunstancia, que declararía hasta lo último que pudiera conocer. Reclamaba protección dada su lenguaraz condición de debilidad humana. Contaba que se volvió a España cuando ganó algún concurso de la Bienal de Valdepeñas, en su tierra castellano-manchega; mucho tiempo fuera de España alimenta desesperanza.

Sus cuadros, desde hace mucho, son vitales, figuras y personajes del amor y flechas como símbolo que nunca supo explicar más allá de un recurso gráfico. Le pedí una tauromaquia y me la dibujó. Lo mejor que tenía era su cercanía, dada y conocida su importancia como artista español del siglo XX. Debió morir disgustado con un final despreciado por todos, pero aún más por alguien que tanto amaba vivir€ y pintar. Sus últimos momentos no los viví, pero los imagino con tristeza. Le recuerdo con humor y picardía en los ojos.