Les confieso que la última vez que me enamoré verdaderamente de un cuadro fue cuando retuvo mi mirada, en una galería madrileña, un paisaje de Tino Grandío, pequeño, apaisado como si hubiese respetado que la temática era una marina y el tamaño de bastidor hubiese tenido que ser de las medidas correspondientes al término ´marina´. Una formalidad poco habitual en el artista. La obra, preciosa de verdad, tenía una gama de color limitada a grises de varios tonos -como siempre- algunos blancos y cercanos amarillos.

No era un paisaje gallego, era un mediterráneo o atlántico, pero sureño, a buen seguro, una escuálida palmera, en el margen izquierdo daba densidad a todo lo demás, era de una sutileza insólita. Me quedé prendado, pregunté precio. Inalcanzable, barato para su belleza. Uno puede pagar una cuota diaria como la luz, el agua o el gas, con tal de mirar cada día una pared iluminada con tal armonía. Es una teoría doméstica que no todo el mundo entiende.

A Tino Grandío fuimos a comprarle un cuadro poco antes del sobresalto de su muerte temprana; el coleccionista que me acompañaba esperaba a un tipo aburguesado, como todos los de su generación y precio; pero nos citó en el barrio de Chueca, ¿en Barbieri?, no recuerdo bien. El piso no era una vivienda, era una desolación, vacío de muebles y contenido. Solo tenía un cuadro para vender o enseñar, un cuadro algo grande; unas figuras veladas, muy suyo. Lo habría pintado recientemente y en presencia de su perro que le había aportado al óleo los pelos de su pelecha. Lo daba por terminado y lo había firmado, en el margen inferior derecho; estábamos en la década de los setenta y sin embargo se podía leer con claridad ´Grandío 1995´. En un adelanto del tiempo caprichoso, consustancial con su bohemia.

El artista era un poeta, además de pintor, una personalidad artística, que no es lo mismo. Sus grises desvanecidos por la niebla, su capacidad de sugerencia, su contraluz universal, hacen de él un delirante poemario de delicadeza. Un día, un mal día, mi maestro Gómez Cano había visto una exposición de este pintor para mí de excepción, y me escribía una carta haciendo un comentario despectivo a la obra; la calificaba de grandíomierda; todo junto. De las pocas veces que no estuve de acuerdo con él. El final de Grandío fue muy triste. Yo sigo un blog de Amparo Grandío que supongo, sin saberlo, hija del pintor.

Los pintores gallegos suelen parecernos monocromáticos; no lo son, pero sí impetuosos y reiterativos en repetir tonalidades de la misma o distinta gama. Le pasaba a Antonio Lago; a Manolo Ruibal que abundaba azules imprevistos; al menos los cuadros que trajo a Murcia y que compramos algunos. Ahora es un expresionista abstracto. Les seguiré contando de otros de aquella geografía misteriosa, lejos y cercana a un tiempo. Verde y gris, hermosa donde las haya.