Personajes del Cortejo

Rosa Medina: “Escoltar a la Soledad te permite recibirla cuando regresa a San Cristóbal”

La edil popular acompaña, de mantilla, a la titular de los encarnados por las callejuelas del Barrio

La edil popular Rosa María Medina Mínguez, de mantilla, en la salida de la Virgen de la Soledad, titular del Paso Encarnado, en la Procesión del Silencio en la madrugada de Jueves a Viernes Santo.

La edil popular Rosa María Medina Mínguez, de mantilla, en la salida de la Virgen de la Soledad, titular del Paso Encarnado, en la Procesión del Silencio en la madrugada de Jueves a Viernes Santo. / María José Fotógrafo

Vestirse cada año de mantilla es rememorar vivencias del pasado más inmediato. Entonces, aún su padre, Javier Medina, la esperaba a su llegada a la iglesia de San Cristóbal donde ya ocupaba su lugar junto al Señor de la Penitencia sin dejar de advertirle que se apresurara, que la Virgen estaba a punto de salir. La peineta y la mantilla que luce son de su bisabuela María Palacios Martínez que se las dejó en herencia a su hija, su abuela Rosa Lizarán, una mujer azul que se casó con un blanco, aunque en la casa que fundaron ambos reinaba, por encima de todo, el encarnado.

La edil Rosa María Medina Mínguez recuerda el día que por primera vez salió de mantilla porque lo hizo junto a su madre Rosa Mínguez. Aquel día, su abuelo Juan la miraba una y otra vez y de cuando en cuando se le iba la vista hacia una fotografía de su esposa. Quizás con cierto halo de tristeza porque su marcha apresurada no le permitió disfrutar como lo hizo él de sus hijas, de sus nietos, de sus bisnietos.

Vestirse en casa de su abuelo es una tradición que se mantiene intacta. La Casa de Juan Mínguez, en la bajada del Puente Viejo del Barrio, en la Plaza de la Estrella, es en San Cristóbal casi una institución. En aquellos primeros años en que Rosa se vestía de mantilla todavía eran muchos los que acudían hasta esta casa para vestirse de mayordomo, de costalero, de mantilla… En ese lugar, durante largos años, se custodiaban los enseres de la Archicofradía de Santísimo Cristo de la Sangre. “Recuerdo que mi abuelo nos advertía a mí y a mis primos que tuviéramos cuidado con las cajas donde se guardaban los estandartes, la bandera, las túnicas de mayordomo, los nazarenos…”, relataba Rosa María Medina.

Entonces, la Archicofradía del Cristo de la Sangre aún no tenía Casa del Paso y la casa de Juan Mínguez era el lugar donde se almacenaba el patrimonio de la cofradía, pero también donde muchos se preparaban para la procesión. “En todas las habitaciones había alguien vistiéndose. Costaleros, mayordomos, mantillas… músicos. La mesa siempre estaba puesta y la chimenea encendida. Y cuando pasaba la procesión, todos los balcones se mostraban repletos de gente que acudía a la casa como si de la suya propia se tratara”, contaba.

Como buen militar que era, Javier Medina marcaba el paso de todos y los iba ‘echando a la calle’ con tiempo suficiente para que no llegaran tarde a la procesión. “Siempre bajo la cuesta de la Plaza de la Estrella apresurada, pero cuando llego a la Plaza de la Hortaliza y enfilo el atrio de San Cristóbal parece que el tiempo se para. Lo cruzo despacio, mirando a uno y otro lado, disfrutando del momento. La gente se arremolina mientras no pierden de vista el reloj de la torre campanario. Aún faltan algunos minutos para que se inicie la Procesión del Silencio y es momento para saludar a los que vuelven estos días. En ese instante me reencontraba con mi padre dispuesto en su lugar de la procesión. Todavía, creo verlo esperar mi llegada”, recordaba.

A las puertas de San Cristóbal aguarda la salida procesional de la Santísima Virgen de la Soledad. A lo lejos, aún en el interior del templo, el trono se vislumbra y la emoción comienza a embargarle. “Me gusta verla como se acerca poco a poco hasta el umbral. El silencio se hace en ese instante en el que la miro y Ella me mira. Un año más tendré el honor de escoltar a la Virgen de la Soledad, la Madre del Santísimo Cristo de la Sangre, el sentir de los rabaleros…”.

En silencio y echando en más de una ocasión la vista atrás para verla mientras es mecida suavemente en su trono por las costaleras recorrerá las callejuelas del barrio de San Cristóbal en la madrugada del Silencio. “Únicamente se oye a la banda tocar que rompe ese silencio que caracteriza a la procesión que transcurre en la madrugada de Jueves a Viernes Santo”. Y desde el lugar privilegiado que ocupa en la procesión, escoltando a la titular del Paso Encarnado, disfruta de instantes únicos. “En determinados momentos de la procesión te das la vuelta y ves a la Virgen de la Soledad en su trono y, detrás, al Cristo de la Penitencia, al de la Sangre, y sientes que la emoción te embarga”.

Aunque lo mejor está por llegar. Y es cuando las mantillas se adentran en el templo. “Somos las primeras, porque acompañamos a la Virgen. Desde su capilla la vemos recogerse en una imagen que me parece bellísima. Te emociona cuando la tienes justo en frente. Y cuando los aplausos y vivas rompen el silencio de la noche tras adentrarse en su templo. Y le siguen Jesús de la Penitencia y el Cristo de la Sangre”, relata emocionada.

Este día está repleto de tradiciones, simbolismos, que va inculcando en sus hijos que poco a poco han comenzado a participar de las costumbres familiares. “Han vestido ya la túnica de mayordomo y mi hija Carmen espero que algún día lleve la mantilla y peineta de su tatarabuela. Me gustaría que fuera mi madre la que, como a mí, le cosa la mantilla a la teja y que se la ponga antes de irse a la procesión”. Este año, destacaba, volverá a vestirse de mantilla y del brazo de su marido, Rafael Gómez, acudirá a San Cristóbal para unirse a la Procesión del Silencio, para acompañar a la Virgen de la Soledad.

Al paso por la Plaza de la Estrella mirará hacia atrás a lo más alto. Y vendrán a la memoria recuerdos del pasado. Allí le parecerá ver, de nuevo, a su abuelo Juan atento a todo lo que suceda y pendiente de su Cristo de la Sangre, como siempre, y a su padre Javier bajando la cuesta, como siempre, a la carrera. “Cada Semana Santa rememoramos ese pasado en el que aún no faltaba nadie. Esos días, parece que vuelven una y otra vez. Y recordamos vivencias y anécdotas que no quiero que desaparezcan de mi memoria y que me gustaría que mis hijos también guardaran para hacérselas llegar a los suyos”, concluía.