­Aquella no era una noche de Viernes Santo más para Lucas, hacía poco más de un mes que le había visto la carita por primera vez a Luis, su segundo hijo, pero allí estaba un año más, dispuesto a prestar su hombro para llevar a María Magdalena, su Santa, en su paseo por las calles de Cartagena.

Y llegó el momento. La madrina de la agrupación, Rosario del Carmen García Romero, hizo sonar el timbre y Lucas se agachó para alzarse al segundo toque con la fuerza que da la ilusión de llevar a tu Santa, aunque en muchos tramos, es ella la que te lleva a ti, pensó el ya veterano portapasos. Contó mentalmente que esa era su salida 17 bajo las varas del trono cuando éste atravesaba la neblina que forma el incienso en la iglesia de Santa María y cruzaba el umbral de la puerta del templo de los procesionistas. Sí, eran 17 salidas, porque el año en que suspendieron la procesión por la amenaza de lluvia, todos los marrajos, llevaron el cortejo del Santo Entierro en sus corazones.

Divagando sobre el asunto, Lucas alzó la vista y su mirada se topó con la enorme banderola colgada de la fachada de la Económica que ha anunciado a todos los cofrades de todos los colores y a toda Cartagena que la Magdalena cumplía este año cincuenta años en las procesiones marrajas, medio siglo que ha narrado magistralmente el secretario de actas de la agrupación, Miguel Fernández, en la novela que ha escrito para conmemorar esta efeméride.

Su Santa era más protagonista que nunca, pero avanzaba con la misma sencillez y la humildad que lo ha hecho durante cinco décadas, tras la estela del Nazareno y del Cristo Yacente y abriéndole paso a San Juan y a la Soledad en su noche más triste. Lucas pensó en cómo le había cambiado la vida en esos 17 años en los que llevaba a su santa y que pocas cosas permanecían igual que aquel día de la Cuaresma de 1999 en el que acudió a una sala de las Escuelas Graduadas junto a su amigo Andrés para apuntarse como portapasos de Santa María Magdalena. Entonces, no imaginaba que iba a engancharse tanto a la Santa de los marrajos.

Pensó en cómo se sentirían esa noche aquellos que hace cincuenta años iniciaron la aventura de recuperar a la Magdalena para las procesiones marrajas, porque suponía que alguno seguiría vivo. Y en lo orgulloso que estaría Antonio Espín, ´el padre de la criatura´ -como bien recuerda Miguel en su libro- si pudiera ver cómo la agrupación que él impulso había llegado a convertirse en una de las grandes de la Semana Santa de Cartagena. Y también imaginó que, si él sentía una gran emoción, quienes se volcaban todo el año en que cada noche de Viernes Santo fuera una realidad hasta haber sido capaces de llevar a la agrupación a celebrar su cincuenta aniversario estarían más que emocionados, flotando más que paseando por un casco antiguo de Cartagena a rebosar de público, pese a que algunos despistados, cautivados por la belleza de la Santa de los marrajos, aún le gritaban: «¡Viva la Virgen!», mientras ella y sus portapasos esbozaban una sonrisa por la confusión a la que ya están más que acostumbrados.

«Vamos a disfrutar el final de la procesión como nunca», escuchó Lucas decir al capataz del trono por los 'walkies'. Chema -que esa noche lucía en su interior la enorme alegría de que sus hermanos le hubieran premiado con el pomo de oro, la máxima distinción de la agrupación- se comunicaba con Pedro Antonio, Rubén y Clemente, quienes vivieron su procesión paralela a través del sistema de comunicación que estrenaron con las frases cómplices y la emoción contenida que estalló en apretados abrazos cuando, al regresar a la iglesia de Santa María, comprobaron que un año más, ese tan especial también, todos los esfuerzos, los desvelos, los disgustos y las pequeñas decepciones, habían merecido la pena. Ese momento en que se entremezclan la emoción del final de la procesión y la certeza de que es sólo un nuevo principio es la mejor recompensa para estos cuatro hermanos y para el resto del equipo que, capitaneado por Francisco Pagán, trabaja cada día para engrandecer la Magdalena y la Semana Santa de Cartagena. Como todas las agrupaciones, se dijo Lucas a sí mismo y, entonces, pensó en que cada portapasos, cada penitente, cada dama y, sobre todo, cada directivo que se deja el alma por su agrupación forman una gran familia en la que le toca hacer de padre que lime las diferencias entre unos y otros al hermano mayor, Domingo Bastida, al que vio acercarse para acompañar a la Santa de los marrajos en su brillante entrada al templo de las procesiones al son de la marcha ´Plegaria´, de la Virgen de la Piedad. Porque los magdalenos quisieron hacer ese guiño y ese homenaje a su agrupación madre, de la que surgieron hace 50 años, como hijos agradecidos de la Caridad Chica, que les permitió emanciparse para recorrer su propio camino en la cofradía.

Se acordó Lucas, entonces, de las palabras de Clemente, que insistía en que para que la Magdalena y el resto de las agrupaciones y de cofradías sigan protagonizando con absoluta brillantez los diez días más grandes de Cartagena, hay que mimar y cuidar a los jóvenes, contagiarles esa emoción y esa voluntad por trabajar todo un año para disfrutar de ese esfuerzo en una noche tan grande, que lo compensa todo. Porque el patrimonio real de las procesiones no es el que esa noche de Viernes Santo lució majestuoso y solemne por las abarrotadas calles cartageneras, sino el de las miles de personas que de una u otra forma las hacen posibles.

Y Lucas, para quien esa noche de Viernes Santo no era una más, volvió a pensar en su hijo Luis y en el pequeño Lucas, su primogénito, y se hizo el firme propósito de tratar de inculcarles el amor y el compromiso que él siente por su Magdalena desde hace 17 años, como hicieron hace cincuenta Espín y sus amigos y como hacen todos los días del año un gran número de cofrades que, con sus virtudes y sus defectos, se entregan para revivir la Pasión y para que esa noche de Viernes Santo sea eterna.