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Rimacuentos, para divertirnos mientras que te los cuento

La vaca estudiosa

Ilustración de una vaca

Ilustración de una vaca / Freepik

Mayte Muñoz Fortuny

Filóloga, escritora y cuentoterapeuta

El otro día me subí al tranvía.

Entre el murmullo de las conversaciones,

escuché a un grupo de chicos hablar

con cierta preocupación.

Sus voces eran jóvenes, pero en ellas

había un juicio severo.

—No juega bien —decía uno.

—No podemos confiar en él —añadía

otro.

Imaginé que hablaban de un compañero,

de alguien distinto, quizá más soñador,

de esos que no encajan del todo en los

juegos del mundo.

Mientras los oía, pensé en lo fácil que es

apartar a quien no sigue el mismo ritmo,

en cómo a veces olvidamos que

todos tenemos un lugar,

aunque tardemos en encontrarlo.

Los chicos dudaban.

Sus rostros mostraban la lucha entre el

impulso de excluir

y el deseo sincero de ser justos.

Entonces, uno de ellos, con gesto decidido,

sacó de su mochila una hoja arrugada y dijo:

—Escuchad esto. Nos lo dieron en clase.

Con voz clara, comenzó a leer:

La vaca estudiosa, de María Elena Walsh:

Había una vez una vaca

en la Quebrada de Humahuaca.

Como era muy vieja,

muy vieja, estaba sorda de una oreja.

Y a pesar de que ya era abuela,

un día quiso ir a la escuela.

Se puso unos zapatos rojos,

guantes de tul y un par de anteojos.

La vio la maestra asustada

y dijo: —Estás equivocada.

Y la vaca le respondió:

—¿Por qué no puedo estudiar yo?

La vaca, vestida de blanco,

se acomodó en el primer banco.

Los chicos tirábamos tiza

y nos moríamos de risa.

La gente se fue muy curiosa

a ver a la vaca estudiosa.

La gente llegaba en camiones,

en bicicletas y en aviones.

Y como el bochinche aumentaba,

en la escuela nadie estudiaba.

La vaca, de pie en un rincón,

rumiaba sola la lección.

Un día toditos los chicos

se convirtieron en borricos.

Y en ese lugar de Humahuaca

la única sabia fue la vaca. **

Cuando el chico terminó de leer,

el silencio los envolvió.

Ya no había burlas ni risas,

solo miradas que se cruzaban,

avergonzadas y pensativas.

Comprendieron que jugar era solo

un entretenimiento,

que el valor de su amigo no dependía

de su destreza,

sino de su empeño, su alegría, su forma

de compartir.

Habían olvidado cuánto los ayudaba con

las matemáticas,

la paciencia que tenía,

y, sobre todo, que nadie debe renunciar a

sus sueños.

Con esfuerzo —entendieron entonces—

se pueden alcanzar muchas cosas.

Sí, a su amigo le gustaba jugar al baloncesto,

y se esforzaba en mejorar.

No serían ellos quienes lo desanimaran.

Todos se miraron, sonrientes,

con la esperanza encendida en los ojos.

Esa noche, los chicos soñaron con ir al colegio,

con reír y jugar junto a su amigo,

la mar de contentos,

y con el corazón más sabio que el día anterior.

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