CADA MARTES, ME ENCUENTRO EN UN CUENTO
El traje nuevo del emperador: la valentía de decir lo que vemos

Imagen de la portada del libro 'El traje nuevo del emperador', edición completa de Christian Anderson Hans/ León Flavia / L.O.
Hay historias que parecen un espejo en el que todavía hoy podemos mirarnos. Una de ellas es la del emperador que amaba tanto la ropa que dedicaba más tiempo a sus trajes que a su tarea de gobernar. Su vanidad era tan grande que un par de embusteros decidieron aprovecharla: le prometieron un traje único, tejido con una tela mágica que solo las personas inteligentes podían ver. El emperador, ansioso por lucirlo, pagó una fortuna y, aunque en realidad no había nada, fingió admirar el supuesto tejido para no parecer tonto.
La noticia se extendió por todo el reino y nadie se atrevió a decir lo contrario. Ministros, cortesanos y vecinos aplaudían la obra invisible para no quedar en ridículo. Llegó el día del desfile y el emperador salió a la calle orgulloso, caminando desnudo mientras la multitud lo vitoreaba. Nadie quería confesar lo evidente, hasta que una voz infantil rompió el silencio: «¡Pero si no lleva nada puesto!». Entonces todos se miraron entre sí y reconocieron lo que ya sabían desde el principio.
El poder de este cuento no está solo en la burla a la vanidad, sino en la valentía de esa voz pequeña que se atrevió a decir la verdad. ¿Cuántas veces callamos lo que vemos por miedo a que otros nos juzguen? ¿Cuántas veces nos dejamos arrastrar por la corriente, aunque sepamos que va en dirección equivocada? El emperador desnudo no es solo un personaje de cuento, es una imagen que se repite en la vida real: líderes que nadie se atreve a cuestionar, decisiones que todos aceptan en silencio e incluso modas que seguimos sin pensar si tienen sentido.
Fomentar el pensamiento crítico desde la infancia es la mejor herencia que podemos dejar a los niños
En la escuela sucede a menudo. Un niño se ríe de otro y nadie interviene, aunque todos saben que no está bien. Un error se repite y nadie lo señala por miedo a parecer «diferente». Pero la verdadera inteligencia no consiste en callar para encajar, sino en atreverse a mirar de frente y decir lo que otros no se atreven.
El cuento nos recuerda que la sinceridad y la claridad de la mirada de los niños son un tesoro que los adultos no deberíamos perder. Ellos no se esconden tras las apariencias; dicen lo que ven con una naturalidad que a nosotros nos cuesta recuperar. Tal vez por eso sus voces resultan tan reveladoras, porque nos sacuden de la comodidad del disimulo.
La moraleja sigue siendo actual: no hay que temer a la verdad, aunque incomode, aunque nos deje expuestos. Callar lo evidente no nos hace más sabios, solo más cómplices de un engaño colectivo. Lo que verdaderamente nos engrandece es tener la valentía de alzar la voz, incluso si somos los únicos, incluso si nuestra voz parece demasiado pequeña. A veces basta la sinceridad de un niño para que el mundo entero despierte. Y ahí está nuestra tarea: educar a los niños para que aprendan a pensar, a cuestionar y a no conformarse con lo que todos repiten. Porque, como decía Pitágoras, «educad a los niños y no será necesario castigar a los hombres». Fomentar el pensamiento crítico desde la infancia es la mejor herencia que podemos dejarles: una mirada clara, una voz firme y el coraje de nombrar la verdad cuando los demás callan.
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