El Doctor De Soto era dentista, y era tan bueno en su trabajo que los pacientes hacían cola para entrar en su consulta. Los pacientes que eran de un tamaño parecido al suyo -ardillas, topos. Etcétera- se sentaban en el típico sillón de dentista.

Los animales un poco más grandes se sentaban en el suelo mientras el Doctor De Soto los atendía subido en una escalera.

Para los animales gigantescos había una habitación especial. En ella, el Doctor De Soto era izado sobre la boca del paciente gracias a su ayudante, que además era su esposa.

El Doctor De Soto estaba especialmente valorado entre los animales más grandes porque podía trabajar desde dentro de su boca, calzado siempre con unas botas de lluvia para no mojarse los pies. Movía los dedos con tal delicadeza, y sus herramientas eran tan finitas, que los pacientes no sentían ni dolor ni nada.

Al ser un ratón, se negaba a dejar entrar en su consulta a animales que comiesen ratones, y así lo advertía en el cartelón que estaba colgado encima de su puerta. Cuando sonaba el timbre, su mujer, y él se asomaban a la ventana para ver quién lo había pulsado. No dejaban pasar ni a los gatos más canijos e inofensivos.

Un día, cuando se asomaron a ver quién llamaba, vieron a un zorro muy pintón con un pañuelito de franela atado alrededor de la mandíbula.

-¡No puedo atenderle, caballero! -le dijo el Doctor De Soto desde la ventana- ¿es que no ha leído el cartel?

-¡Por favor! -suplicó el zorro-. ¡Tenga piedad! ¡Me duele un montón!

Lloraba sin consuelo, daba pena verlo.

Tomado de: Doctor De Soto: Dentista de animalesAutor e ilustrador: William SteigTomado de:

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