Posiblemente has oído cientos de veces que los imanes atraen el hierro, la miel atrae a las moscas, y los hechiceros atraen la lluvia disfrazados como fantoches.

Mr. Montgomery Muffin atraía la porquería.

No es broma. Mr. Muffin era algo así como un aspirador humano. Por donde quiera que pasase, la mugre salía disparada hacia él como si tuviera misteriosas propiedades magnéticas.

Tal vez estés pensando que Mr. Muffin era por ello el hombre más sucio del mundo. No. Claro que no. Absolutamente no. ¡No, no, no! Por extraño que pueda parecer, Mr. Muffin era en realidad la persona más limpia y aseada que he conocido jamás.

Hay gente que cuece huevos para el desayuno. Mr. Muffin era tan limpio que prefería cocerse a sí mismo. Cada mañana llenaba su anticuada bañera con litros y litros de agua hirviente y burbujeante y desayunaba allí dentro, mientras su ombligo iba reblandeciéndose lentamente como un guisante en el estofado. El café y las tostadas navegaban a la deriva sobre una bandeja flotante.

A continuación, Mr. Muffin se cepillaba los dientes uno a uno, recortaba con esmero las uñas de sus pies, se cepillaba el bigote y, por último, sumergía la cabeza en un cubo de colonia con cuatro gotas de lejía.

Luego, se internaba en las calles inundadas de niebla, rumbo al trabajo.

Mr. Muffin trabajaba en un diminuto despacho, en la segunda planta de una gran fábrica a las afueras de la ciudad. Y te contaré una cosa curiosa: aquella enorme factoría de ladrillo rojo se dedicaba precisamente a la fabricación y venta de productos de limpieza. Es decir, que cada día, cientos de informes y balances sobre jabones perfumados para el cutis, lavavajillas concentrados y detergentes para manchas difíciles pasaban por las manos del único hombre del mundo capaz de atraer la porquería con solo mirarla.

Pero Mr. Muffin no perdía ni un solo minuto de su trabajo pensando en cosas curiosas. Cada mañana, a las nueve en punto, extendía los dedos sobre el teclado de su máquina de escribir y respiraba hondo. Uno hubiera jurado que estaba a punto de tocar la Quinta Sinfonía de Beethoven en su máquina oxidada.

Pero no. Las únicas notas que surgían de su máquina era algo así como:

Chak-chak- chak- chak- chak- chak- chak- chak- chak- chak-, ¡ñiiic!

Ese ¡ñiiic! Solo significaba que el rollo de cinta había vuelto a atascarse y que Mr. Muffin tenía que repararlo. Por lo demás, eso era lo más emocionante que había llegado a sucederle durante sus diecisiete años de trabajo. Pasaba el día revisando informes sobre jabones, lavavajillas y detergentes, y la verdad es que lo hacía estupendamente. Lo sabía todo sobre productos de limpieza.

Ocho horas más tarde, regresaba a casa y se desnudaba para tomar el segundo baño del día.

Y entonces ocurría.

Sus calcetines apestaban como dos salmonetes rancios.

Sus uñas se habían vuelto negras como moras.

Un par de cucarachas muertas aparecían en sus bolsillos.

Espesas telarañas entre los dedos de los pies.

Pelusas monstruosas bajo el bigote.

Poco a poco, el agua del baño se iba volviendo oscura como la tinta, como si alguien hubiera cocido allí dentro a una familia de calamares.

A veces la suciedad traía consigo invitados aterradores. En cierta ocasión, bajo el sombrero de Mr. Muffin apareció una peluda rata negra que escapó chillando desagüe abajo.

¿De dónde salía toda aquella porquería?

Ni Mr. Muffin, ni yo, ni la rata hemos podido dar con una explicación satisfactoria a esta pregunta. Era un auténtico y oscuro misterio. Y, para Mr. Muffin, un auténtico, oscuro y deprimente misterio.

Y es que, como es natural, a nadie le gusta estar cerca de un hombre que huele a pescado podrido. Todo el mundo lo encuentra bastante repugnante.

Bien€no todo el mundo.

Había alguien para el que el olor de Mr. Muffin no resultaba repugnante en absoluto.

Ese "alguien" eran los gatos.

Los gatos no tienen nada en contra del olor a pescado rancio. Pueden sentirse ofendidos, quizá, por el olor a ambientador de limón salvaje, a perfume caro y a batido de plátano. En cambio, te seguirán a donde quieras si les ofreces un trozo de merluza bien podrido al sol. Sencillamente es así.

De modo que ya lo sabéis. Si alguna noche os topáis con una larga procesión de gatos que se desliza silenciosamente tras los pasos de una sombra de dos metros con sombrero, significa que, una vez más, Mr. Muffin está regresando a casa.