Un par de semanas después, por los caminos que conducían al palacio de Radamante a través de campos y arboledas, Ícaro había conseguido llenar hasta cuatro sacos de plumas, y Dédalo había preparado un zurrón en el que había escondido la cera, las tiras de piel, los cordeles y los listones de roble. Las ramas de árboles, largas y cortas, gruesas y delgadas, las ató como un hatillo de leña.

-¿Y qué haremos con todo esto? -le preguntó a su padre

-Nos lo llevaremos al laberinto -contestó Dédalo sin querer descubrir todavía su plan de fuga-. Será nuestro equipaje.

-¿Plumas? ¿Cera de abeja? ¿Leña? ¿Nuestro equipaje?

-Haremos un par de jergones€-dijo Dédalo con una media sonrisa-. En el corazón del laberinto hay una chimenea. Nos calentaremos con la leña.

Ícaro comenzó a creer que su padre se había vuelto loco, que la condena del rey Minos le había hecho perder el juicio.

(€)Dédalo, tras su hijo, arrastraba palmo a palmo las alas que tenían que sacarlos de la isla. Atrapados en la oscuridad que solo las antorchas ayudaban a romper, en más de una ocasión Ícaro sintió que el pánico lo ahogaba y le hacía perder los nervios. Entonces le fallaban las fuerzas, y gemía desesperado ante la posibilidad de que aquel agujero tan solo fuese una trampa sin salida que acabaría con todas sus esperanzas.

-¡Todo es oscuridad! ¡Todo es oscuridad! -exclamaba Ícaro, aterrorizado.

-Pero el aire hace oscilar las llamas -le decía Dédalo para tranquilizarlo-. El humo nos abandona. Busca la salida porque sabe que tarde o temprano la encontrará. Como también lo haremos nosotros.

Durante días y noches Dédalo e Ícaro se arrastraron lentamente por el conducto de la chimenea, dándose descansos, bebiendo y durmiendo aferrados a los huesos. Hasta que, por fin, la negrura comenzó a disiparse, y un pequeño rayo de luz dio ánimos renovados a los fugitivos.

Pronto el rayo de luz se hizo más vivo, y un rastro de sol mostró la boca de la salida que desde el exterior tan solo parecía una oscura madriguera de alimañas.

Libres de su cautiverio, padre e hijo dieron descanso a sus huesos cansados y al día siguiente, al amanecer, llegaron al acantilado de la montaña desde el que se contemplaba el mar abierto. La libertad les esperaba lejos de las costas de Creta. Ícaro sentía una dicha infinita. No dejaba de contemplar el horizonte cortado por los azules del cielo y del mar. A los pies del acantilado las olas rompían contra las rocas, mientras aves marinas sobrevolaban las inmediaciones. Soplaba una dulce brisa y lucía un sol espléndido. Para Ícaro, tras la oscuridad sufrida, lucía más vivo y espléndido que nunca.

-¿Y dónde iremos, padre? -preguntó, ansioso por alzar el vuelo.

-Iremos más allá de las islas que encontraremos hacia el norte -le contestó su padre.

Bien atadas las alas al cuerpo, con las correas ceñidas a los brazos y las manos agarradas a los asideros, Dédalo se dispuso a dar el primer salto desde el acantilado. Todavía con los pies en el suelo batió las alas, y de inmediato pudo sentir cómo estas se apoderaban de la brisa del mediodía y lo invitaban a lanzarse al vacío.

Entonces Dédalo saltó y con las alas desplegadas planeó por encima de las rocas como un ave de presa en busca de alimento. Ícaro lo vio batir las alas y ascender con cada aleteo. Sin dudarlo, se lanzó también al vacío y de repente olas y rocas comenzaron a pasar ante sus ojos a una velocidad vertiginosa. Solo tenía que batir las alas lentamente, de forma cadenciosa, para volar a placer. Realmente los dos volaban y reían satisfechos mientras en tierra los vigilantes de la costa los descubrían y, boquiabiertos, corrían a informar al rey Minos. Poco después, cuando el rey llegó a la orilla del mar, de Dédalo e Ícaro ya no había ni rastro en el cielo.

-Eran ellos, majestad -le dijeron los vigilantes-, y han huido volando hacia el norte.

El rey Minos, con los puños cerrados y enfurecido, se quedó mirando el horizonte y prometió salir tras los dos fugitivos para castigarlos como merecían.

-Tarde o temprano los encontraré -murmuró-. Los dioses serán testigos de ello.

Dédalo e Ícaro volaron hacia el norte y dejaron atrás las islas que salieron a su paso. Ícaro no podía sentirse más entusiasmado. El inmenso mar lo rodeaba. Todas las islas que había visto le habían parecido simples puñados de tierra. Pero todavía quería ver más. Y tan eufórico se sentía Ícaro que ascendió con fuerza para ver el mundo entero. Entonces las alas se lo llevaron hacia el cielo. Y cuando Dédalo se dio cuenta, se le encogió el corazón.

-¡No subas más, hijo! -Le gritó Dédalo-. ¡Las alas, Ícaro, las alas!

Ícaro lo oyó, pero no se preocupó. Las alas funcionaban perfectamente. No hizo caso. Solo pretendía ascender donde ningún mortal lo había hecho nunca. Ese privilegio sería suyo.