Opinión | El retrovisor
El mes de la luz
Con el sabor aún en la boca de los dulces huesos de santo, hemos dicho adiós a la festividad de Todos los Santos

Eremitorio de Nuestra Señora de la Luz, 1958. / Archivo TLM
Sin apenas darnos cuenta y con la duración de un suspiro, ya estamos en noviembre. Fieles a su cita las ventoleras, más pronto que tarde, traerán los primeros fríos que nos harán sacar jerseys y prendas de abrigo con efluvios de naftalina; esa ropa nueva o menos vieja que vendrá a sustituir la utilizada en tan largo verano: ligera y cómoda. Con el sabor aún en la boca de los dulces huesos de santo, hemos dicho adiós a la festividad de Todos los Santos, aunque serán muchos los que aprovechen la jornada dominical para recordar a sus difuntos visitando los cementerios, portando los sufridos crisantemos, margaritas y mocos de pavo, siguiendo la tradición en un mes de noviembre que siempre se hace corto ante una Navidad que ya está a tiro de piedra en el almanaque.
Mes que invita al recogimiento y a la espiritualidad propiciada por las reflexiones que nos hacen ver la fragilidad de la vida. La muerte forma parte de la propia existencia.
Los hubo quienes llevados por su fe en la vida eterna, entregaron su vida a la virtud en los montes y cuevas próximos al Santuario de la Fuensanta, buscando en la soledad, la humildad, la caridad y la oración estar más cerca de Dios. Fueron los anacoretas que pasado el tiempo se instalarían en el Eremitorio de Nuestra Señora de la Luz. Fue un 26 de noviembre del año 1701, cuando se abrió al culto el monasterio e iglesia de La Luz. Siendo bendecida por el Maestro de Ceremonias de la Catedral don José Villalba Córcoles, predicando el R. P. jesuita don Juan Frascisco Mesquies, que había sido nombrado director espiritual de la comunidad religiosa, al frente de la cual se encontraba el hermano Pedro de la Trinidad, segundo de los fundadores, que obtuvo del Ayuntamiento de Murcia el patronato de éste, con los terrenos y demarcaciones, haciendo el citado religioso la plantación del olivar y la creación de la entrañable iglesia y las celdas de los hermanos.
La caritativa señora doña Francisca Robles les donó un cuadro sin título de la Virgen, que mediante votación de la comunidad (en un cántaro) que resultó unánime , se acordó llamarla Nuestra Señora de la Luz, siendo colocado en lugar preferente del oratorio, hasta que el hermano Carlos de Jesús-María encomendó a don Francisco Salzillo una imagen de la Virgen, un Niño para la misma y dos figuras de San Pablo Ermitaño y San Antonio Abad. El célebre imaginero, igualmente, realizó una «Dolorosa» por encargo del hermano Pedro de la Humildad. Su compañero, el hermano Diego de la Concepción rectificó el camino de subida, explanó el terreno para el huerto, cercó a éste con tapias, construyó balsas para el riego, aumentó el olivar y edificó un corral con su casa de labranza. Fue el cardenal Belluga, quien reconoció el convento en visita pastoral, y no solo aprobó lo efectuado, sino que a su costa, agregó a la iglesia, el claustro, el camarín y el refectorio, mandando alumbrar y encauzar el caudal de la fuente que abastecía al convento.
El vértigo de los días actuales han roto los obstáculos de las montañas para trazar caminos y senderos donde nos solazamos en excursiones de comodidad. Sin embargo, el eco de pasadas épocas de virtudes florecientes ha ido transmitiéndose a las distintas generaciones, permaneciendo como centro y corazón, como sol radiante que brilla e ilumina, el convento de Nuestra Señora de la Luz, ejemplo que fue de piedad, fervor; de espíritu cristiano y labor, que aún late en el oasis precioso de la sierra de Salé.
Para la historia cercana quedaron los nombres del Hermano Mayor: Matías de la Santísima Trinidad; del hermano Joaquín de Nuestra Señora del Carmen, como también los de Rafael y José del Niño Jesús, Manuel del Santísimo Sacramento o Hilario de la Ascensión. Nombres humildes y a la vez enormes de quienes vivieron en el eremitorio, allá por los años cincuenta del pasado siglo, época dorada y generosa en vocaciones, que supuso el apogeo de una comunidad religiosa austera cuyos orígenes se pierden en la oscuridad de los tiempos.
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