Opinión | Cara B
Don Juan en las tinieblas
Es, en realidad, el núcleo de un alma animal y primitiva, muy anterior al Dios del perdón y la piedad; el patrimonio original del Diablo

Don Juan, interpretado por Julio Navarro Albero / María Celdrán
EEn la ciudad de Murcia tenemos una costumbre deliciosa. Antes de celebrar la fiesta de Todos los Santos, nos aproximamos a contemplar un misterio. Entramos en el espacio sacrosanto que nos ofrece el teatro. Y mientras revolotea en la memoria el recuerdo de nuestros seres queridos, aquellos que nos han precedido a lugares de tranquilas praderas, asistiremos a la representación de la obra de José Zorrilla, Don Juan Tenorio. La solemnidad de los días, el recuerdo de nuestros muertos; la oscuridad que, incluso antes de cruzar las puertas de este templo, se apropiará del corazón de nuestra ciudad, de su alma barroca jamás extinta; todo ello, en fin, nos ha de conducir al momento adecuado para saludar a los espíritus que se congreguen sobre las tablas del escenario.
La Compañía Teatral Cecilio Pineda nos llevará por entre umbrales antiguos, conocidos, pero eternamente renovados, y descubriremos, una vez más, el gesto de don Juan en los ojos de Julio Navarro Albero, sagrado psicopompo que ha de encarnar al inmortal personaje de Zorrilla. Experimentaremos la mordedura de la nostalgia por un imperio cuyo nombre provocaba tanta admiración como temor, en un siglo que dicen fue de oro y sangre. La España de don Juan estaba en el cenit de su poder, en la cumbre de sus fuerzas terrenales, extendía su sombra sobre el mundo como un coloso, se transformaba en un estado universal, revivía el sueño del dominio universal. Con la soberbia imperial los españoles miraban a sus tierras pensando que nunca había de ponerse el sol en ellas; un sol que, sin embargo, chocaba con fuerzas inquietantes y oscuras que no devolvían su luz.
No hay persona más tenebrosa que este don Juan, pues no sólo es libertino, depravado y aventurero. Podría decirse que sus andanzas de bandido metido a soldado, acompañado por gente de la peor calaña, lo sitúan entre las filas de los pícaros y los delincuentes. Sin embargo, no suscita la menor simpatía ni su presunción innata, ni su arte de seducir y engañar. Su talento de caballero de industria alimenta la munición de un arma fatal. Cuesta sentir simpatía por él, porque es un hombre que ha probado el sabor de la sangre, vertida en duelos, en guerras, derramada a traición. Don Juan ama el crimen, y estaría por ver si ha disfrutado más matando y manchando sus labios con sangre, que seduciendo con sus labios a otros labios. Es un hombre que se lanza a cometer actos terribles: la seducción de una novicia (el sacrificio de la doncella) y la muerte de sus competidores y rivales, del propio padre (el parricidio ancestral). El guerrero, el hombre a la moda, el hábil estafador, soldado, espadachín, el maestro del estupro, resulta la encarnación de fuerzas telúricas, primordiales. Es, en realidad, el núcleo de un alma animal y primitiva, muy anterior al Dios del perdón y la piedad; el patrimonio original del Diablo.
Católico y romántico, Zorrilla no niega las tinieblas de sus personajes, las acentúa; la magia, la nigromancia, y una suerte de necrofilia y de estantigua están presentes hasta el final. Pero don Juan debe vivir, alcanzar el perdón y la redención. Don Juan parece un alter ego del Príncipe de las Tinieblas, el nuevo hijo de un Lucifer bello, traidor y mortal, el gran apóstata de unos cielos que le cerraron las puertas. Pero por fortuna, don Juan ama a doña Inés incluso antes de haberla conocido, simplemente por la descripción de las excelencias de la doncella que una taimada alcahueta propicia al seductor. Y de esta manera el malvado también es seducido. Don Juan cree que puede doblegar a la novicia, pero no esperaba que él mismo fuera seducido a través del relato obra de una nefanda Celestina al servicio del crimen. Si este varón no es tanto un verdugo, sino una víctima, ¿dónde está la admirada hombría de don Juan? Probablemente enterrada en el frío mausoleo donde yacen los restos de su estirpe mortal, su piel y sus huesos de hombre viejo, próximo a resucitar por obra de la humillación a la que le somete el amor, y con ella lo libera.
Estos pensamientos nos han de acompañar hasta el momento en que las luces se atenúen antes de la representación. Entonces los espíritus reclamarán su derecho a salir a escena y se apoderarán de los actores. El tiempo y el espacio se borrarán ante nuestros ojos. Dentro de Murcia surgirá Sevilla. Alguien con gesto acerbo aparecerá pronto ante nosotros escribiendo unas líneas. La pluma en sus manos se convierte fácilmente en una mortal espada, porque no hay redención sin sangre inocente.
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