Opinión | BOULEVARD FLANDRIN
Puigdemont y el gato de Schrödinger

El líder de Junts, Carles Puigdemont. / Glòria Sánchez / Europa Press
Carles Puigdemont vive en una paradoja cuántica: su poder depende de la incertidumbre que lo mantiene vivo. Desde Waterloo ‘gobierna’ un territorio hecho de expectativas y de temblores, una suerte de país ficcionalizado suspendido entre el recuerdo y la sospecha. Su figura se sostiene en ese punto de inestabilidad donde la amenaza se confunde con la respiración y el vértigo. Si el Gobierno cae, pierde su espejo; si sobrevive sin él, se disuelve su sombra. Puigdemont existe, políticamente, mientras nadie levante la tapa.
En Cataluña, entretanto, el paisaje ha cambiado de color. El partido que lo llevó a la cúspide se diluye en las encuestas, mientras Salvador Illa reconstruye el centro con un temple que desactiva el ruido y seduce a la fatiga social. En los márgenes, Aliança Catalana gana terreno al calor de los resentimientos que el tiempo no ha curado. Y hay quien ya empieza a hablar del espacio de Miriam González (España Mejor). Entre ambos polos, el espacio de Junts se encoge, convertido en un pasillo cada vez más estrecho entre la nostalgia y la resignación.
Puigdemont observa esa deriva con la mirada de quien dirige una orquesta que ya no espera su batuta. Su poder, más que institucional, es atmosférico. Sus tuits y comunicados tienen la capacidad de alterar el clima, de recordar que todavía existe en diferido. Ha aprendido a sobrevivir en la política de la insinuación: provocar, corregir, retroceder medio paso. Su fuerza no está en el golpe, sino en la demora, en ese arte de tensar la cuerda sin romperla. Màrius Carol lo escribió con bisturí: «Me separo, aunque no me divorcio». Esa frase condensa su estrategia: mantener la fricción, conservar la tensión que le otorga visibilidad. Como el gato de Schrödinger, su influencia sólo respira mientras se ignora su desenlace.
La política catalana, entretanto, ha bajado pulsaciones. Ya no hay concentraciones, creo, ni pancartas que levanten la voz. El país ha bajado la mirada hacia lo que duele de verdad: la escuela, el agua, la sanidad, la vivienda. La palabra se ha vuelto menos punzante y más necesaria, más útil que simbólica. Illa representa ese nuevo tiempo: la compostura frente al exceso, la normalidad como gesto de reconciliación. Cataluña, que un día quiso arder, ahora prefiere no volver a quemarse. En esta nueva danza hay una forma de madurez que a Puigdemont le resulta ajena, quizá porque la mesura no alimenta la épica de su storytelling.
Desde el picoesquina de su exilio, asiste a ese cambio con la contradicción de quien sigue siendo el centro de una historia que ya pasó página. No maneja el timón, pero todavía provoca mareas. Su amenaza no hiere, aunque aún produce temblor y quién sabe si una glaciación que desemboque en una cascada de elecciones. Quizá ahí resida su último talento: seguir amenazando, porque el silencio sería su peor derrota.
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